Afilando calles y cuchillos
Un manabita ejerce el tradicional oficio de afilar cuchillos.
“El afiladooor, el afiladooor. Se afilan tijeras y cuchillos. El afiladooor, el afiladooor” es su pregón. La carta de presentación del manabita José Moreira. El suyo es un oficio antiguo y en vía de extinción.
A comienzos del siglo pasado, en Guayaquil existía una amplia galería de personajes ambulantes que –a viva voz– decían sus pregones o hacían sonar algún instrumento para anunciar su presencia.
Desde la mañana recorrían las calles ofreciendo sus productos y servicios. Así arribaba el soldador, quien llevando un pequeño brasero con carbón encendido, a grito pelado, interrogaba: “¿Hay qué soldar?”. El carbonero, haciendo sonar su campana, anunciaba el arribo de su carreta toda tiznada de negro.
El afilador se anunciaba haciendo sonar su flautín, los niños de las barriadas lo rodeaban para no perderse el espectáculo de las chispas que saltaban cuando se producía el contacto de la piedra de afilar en movimiento y el filo del cuchillo.
Actualmente esa labor se realiza en talleres mecánicos empleando un esmeril eléctrico. Pero se lo ejerce desde siglos atrás. Una hermosa y artística constancia es El afilador –óleo sobre lienzo–, del pintor español Francisco de Goya (1746-1828), que se exhibe en el Museo de Bellas Artes de Budapest.
Antes el desfile era interminable. Ahora, la mayoría de esos tradicionales oficios ha desaparecido o se ha transformado.
De albañil a afilador ambulante
El chonero José Cecilio Moreira Murillo, de 54 años, dice que jamás ha visto una imagen de Goya. Pero es afilador porque siendo albañil sufrió una lesión y decidió dedicarse a este tradicional oficio. “La albañilería es un trabajo muy fuerte –comenta mientras le da vueltas a una rueda que pone en movimiento al esmeril con el que afila un juego de cuchillos de una vecina de La Ferroviaria.
Afilando no me esfuerzo demasiado ni tengo lesiones, lo único que hago, eso sí, es caminar ocho horas, pero la caminada es ejercicio y no me jodo mucho”.
Moreira todos los días, a la seis de la mañana, sale de su casa, en Flor del Bastión, hacia distintas ciudadelas y barriadas. Trabaja hasta las dos de la tarde. Indago por qué deja de trabajar tan temprano; él, risueño, responde: “Solo hasta las dos, porque de ahí para delante ya no hay trabajo porque las señoras dueñas de casa se ponen a ver no-velas. –Ríe y después serio agrega– Sí, eso es verdad, por eso yo madrugo”.
Desde muy joven vino a Guayaquil –donde nacieron sus cinco hijos que ahora poseen una vulcanizadora–. Afirma que cuando trabajaba en albañilería ganaba muy poco y que afilando logra un diario de $ 20 a $ 30.
Cuando decidió dejar la albañilería compró su primera afiladora, que se dañó por tantas vueltas, idas y venidas. Entonces él mismo empezó a construir sus pequeñas afiladoras. Han sido tantas que no recuerda cuántas le han ayudado a ganarse la vida sacándoles filo a cuchillos, machetes, tijeras, etcétera.
Cada día su recorrido varía. Una mañana ofrece sus servicios por las ciudadelas del norte como Sauces, Guayacanes y Alborada. Otro día cruza a Durán. También llega con su rueda de esmeril al sur: Los Esteros y Guasmos. Pero también su pregón convoca a sus clientes del suburbio oeste. Sin olvidar a la gente del casco central de Guayaquil. Narra que en varias zonas bravas lo han querido asaltar: “Pero nunca me ha pasado nada, más bien me han dicho: Afílame mi cuchillo. Y yo lo hago aunque no me pagan. Ando por donde quiera, gracias a Dios hasta ahora no me ha sucedido nada. Así es”.
Cuando Moreira se aburre de caminar por Guayaquil, por una semana trabaja en Ambato y Quevedo. Viaja a esas ciudades, donde residen sus hermanas. Y afila cuchillos ahí y en las ciudades cercanas. Si está en Quevedo también va a Valencia y La Maná. Y cuando está en Ambato, ofrece sus servicios en Baños.
Dice que cuando se cansa de gritar su pregón, hace sonar el flautín para alertar a sus clientes, quienes además de amas de casa son carniceros, vendedores de pescados, pollos y frutas en los mercados. También solicitan sus servicios los cocineros de restaurantes. No solo afila cuchillos y machetes a los vendedores de cocos. “También las tijeras de sastres, costureras, peluqueros y aquellas más grandes que utilizan los jardineros en los parques”. Su tarifa va desde $ 0,50 a $ 1,50.
A las dos de la tarde, cuando los mercados municipales cierran sus puertas y las amas de casa descansan viendo telenovelas, José Cecilio Moreira Murillo retorna a su casa. Pero al día siguiente, a las ocho de la mañana, en algún barrio suena su pregón: “El afiladooor, el afiladooor. Se afilan tijeras y cuchillos. El afiladooor. El afiladooor”.