Artesanía guitarrera
En un pequeño taller de Santa Elena, Javier Crespo, un artesano autodidacta, lucha tras el sueño de construir excelentes guitarras.
Su oficio comenzó como una obsesión. Un día abandonó el volante del taxi para construirse su propia guitarra. Era chofer profesional, así se ganaba la vida. Y no sabía absolutamente nada del oficio de fabricar guitarras.
Ahora a sus 58 años, Javier Crespo Suárez ha perdido la cuenta de cuántas guitarras ha hecho de manera artesanal.
En Santa Elena, su ciudad natal, está su pequeño taller. No queda en una zona céntrica y comercial, sino en la avenida 18 entre las calles 27 y 28 del popular barrio Seis de Diciembre. Ahí un letrero anuncia: “Confección de guitarras”.
El taller está en una ramada del patio de su casa. Ahí, entre numerosas herramientas y trastos varios, lucen impecables las más recientes guitarras y requintos que ha hecho. También se observan otras a medio hacer e instrumentos de cuerdas que le han llevado para que los repare.
Esa tarde, en un momento de descanso, Crespo cuenta que desde que era muchacho quiso tener una guitarra Yamaha, pero que le era imposible comprar por el precio que subía cada vez más.
“Hasta que un día me dije: si otro la puede hacer, por qué yo no. Esa idea se me metió en la cabeza y no había nada ni nadie que me la quitara. Presté una guitarra y me fijé cómo era. Así, completamente solo, aprendí este oficio”, asevera el guitarrero autodidacta mientras rasga las cuerdas de un requinto que aguarda por su dueño.
Fue a sus 22 años que llevó a cabo su plan. Él ya había aprendido a tocar, con una guitarra ajena, al oído y robando notas en la esquina de su barrio. Pero como la idea la tenía clavada entre ceja y ceja, cuenta que un día prestó dinero para comprar las herramientas necesarias. Un carpintero que era su pariente le construyó el banco de trabajo y de yapa le enseñó a cortar madera.
Así, mientras otros aprenden el oficio empleándose como ayudantes de un maestro, Javier Crespo la emprendió solo. Aprendiendo de sus errores. Por esa razón sus logros los ha ido alcanzando lentamente.
Ese sábado en Santa Elena evocó ese lejano día cuando utilizando una guitarra prestada hizo los primeros moldes, los cortó, ensambló y todo lo demás. “Así hice mi primera guitarra. No recuerdo en cuánto tiempo la hice, pero fue con bastante paciencia y no me quedó tan bien que digamos. Pero fue mi primera gran alegría”, Crespo no se quedó con esa guitarra inicial como había sido su sueño. La vendió y renunció a ser taxista, porque descubrió que hacer guitarras era su verdadero oficio.
Tras su guitarra perfecta
Después de 32 años de construir guitarras, requintos y charangos, Javier Crespo ha perdido la cuenta de cuántos instrumentos han salido de sus manos, de su taller.
En la búsqueda de lograr un mejor sonido, poco a poco se ha ido perfeccionando. Aunque antes era difícil y costoso encontrar libros especializados. En cambio, en los últimos tiempos se ha dedicado a investigar en internet.
Cuenta que cuando empezó utilizaba solo maderas nacionales como: bálsamo, cedro, laurel, palo de vaca. Ahora ya sabe con qué maderas –extranjeras y costosas– puede lograr un mejor sonido. Las menciona orgulloso como detallando un tesoro: marfil rojo y el rosado, palisandro de Madagascar, palo de rosa, ciprés, pino, ébano, cascol, que es para el mástil.
Crespo afirma que la caja armónica es la parte más importante y complicada de construir de una guitarra. Es el sello personal de cada maestro. Sentado a la sombra de sus más recientes guitarras, cree que las cualidades fundamentales que debe poseer ese instrumento son: un excelente sonido, dulzura y suavidad. También vistosidad, aunque esa sea una cualidad formal. Tras esas cualidades esenciales es que trabaja un maestro, un lutier –persona que construye, ajusta o repara instrumentos de cuerda flotada y pulsada, como las guitarras acústica, eléctrica, electroacústica y clásica–.
Javier Crespo siempre admiró a Hugo Chiliquinga, el lutier ecuatoriano que inventó la tapa radial armónica para mejorar el sonido de la guitarra. Maestro, que murió en octubre del 2011 y que utilizaba palisandro y palo de rosa para lograr la dulzura en sus guitarras.
“Chiliquinga era un lutier, los otros solo somos constructores de guitarras”, afirma Crespo.
Comenta que es difícil adquirir las mejores maderas y buscar el sonido ideal, porque hay que realizar numerosas pruebas que demandan tiempo y dinero hasta encontrar la fórmula ideal. Señala que ningún lutier comparte abiertamente sus secretos que los hereda a sus parientes. Es cuando reitera: “Yo me he hecho a mí mismo. Hacer una guitarra es un arte hermoso. Pero es un trabajo de hormiga, de mucha paciencia, porque uno siempre intenta que el trabajo le quede perfecto”, dice y con tristeza refiere que sus hijos, aunque saben tocar guitarra, no aprendieron su arte y han optado por carreras universitarias.
Casi al final de esa tarde. Crespo autocríticamente cree que hasta ahora sus guitarras han sido entre regulares y buenas. Sus instrumentos los encargan y compran los músicos y aprendices de toda la península de Santa Elena.
Sus guitarras y requintos cuestan de $ 150 a $ 600 y los charangos entre $ 200 y $ 300.
Con cierta indignación opina que las guitarras chinas, bonitas aunque pésimas, como son baratas, la gente las compra. Esas guitarras son las causantes de que haya decaído el trabajo de los artesanos ecuatorianos. Relata, como anécdota, que cuando él dice que una guitarra suya cuesta $ 400, los que recién están aprendiendo a tocar se asustan. “Me dicen: ‘Pero maestro, si en los almacenes del centro valen $ 50’. Y les explico: una guitarra con esta misma madera si la hacen Chiliquinga, César Guacán, Edmundo Núñez cuesta de $ 1.200 a $ 1.500”.
Javier Crespo confiesa que está entrando en una nueva etapa. “La meta mía es hacer instrumentos muy buenos –dice con vehemencia–. Quiero llegar a la maestría, ese es mi plan”. Y seguramente logrará su objetivo. Guitarras que llevarán grabada a fuego la marca de su excelencia.
¿El oficio de elaborar guitarras artesanales se está perdiendo? Coméntenos