Belleza que duerme en piedra
Historia de José Cauja, escultor guayaquileño que da vida artística a las piedras.
Lo suyo es magia. Pero él no es mago. Cauja es un maestro escultor que con su arte despierta a la belleza que yace dentro de cada piedra que esculpe.
José Antonio Cauja, guayaquileño de 64 años, me cuenta su historia en Bosque Azul –kilómetro 10,5 vía a la costa–. Ahí donde, hace casi 40 años, levantó su residencia y taller. Estudió en la Escuela de Bellas Artes porteña y en el Instituto de Artes Plásticas y Teatro de Yerevan, Armenia –antigua Unión Soviética–.
Desde 1974 sus piezas escultóricas han triunfado en los más importantes salones de artes ecuatorianos, latinoamericanos y de Moscú. Ha expuesto individual y colectivamente en diversos países. Sus esculturas forman parte de museos nacionales y extranjeros.
Siempre tuvo interés por las artes. José Antonio de muchacho realizó dos talleres de teatro. Pero a los 16 años, las piedras lo convocaron. Fue cuando empezó a trabajar lápidas en un par de talleres. Su camino se estaba tallando. Al siguiente año, empezó su acercamiento al arte en el taller de su hermano el escultor Manuel Velástegui. “Todo eso me marcó, el tener contacto con el mármol. Me encantaba darle forma a una piedra, que la veía ahí inerte, sin forma, y revivirla con una forma escultórica”.
Trabajaba durante el día y por las noches asistía a la Escuela de Bellas Artes. Junto con sus profesores los pintores César Andrade Faini y Theo Constante, y el escultor Luis Gómez. Cuando la Escuela se convirtió en Colegio de Bellas Artes por una cuestión reglamentaria, tuvo que salir. Como no hay mal que por bien no venga, empezó a autoeducarse y crear esculturas que triunfaron en salones nacionales. Sus piezas se exhibieron colectiva e individualmente. En 1979 realizó su primera exposición extranjera en Caracas, Venezuela. Fue su exitoso despeje. “Vendí toda mi obra y el marchante venezolano John de Souza, que también vivía en Miami, me pidió que trabajara para él”. Sus primeras esculturas neofigurativas eran sensuales torsos femeninos.
Confiesa que al principio era adicto al mármol. Tanto que en el taller siempre permanecía junto a esa piedra, como si ella fuese su mujer amada. “Mirándola y ella me brindaba sus líneas, sus formas, yo las captaba y las sacaba a la luz”.
Después empezó a trabajar con piedras más duras: basalto, cuarzo, granito, y desde hace unos diez años con madera petrificada. Cuenta que visitaba las canteras de Cuenca, Imbabura, Riobamba y el Oriente. En Europa, años después, realizaría investigaciones en las legendarias canteras de Carrara y Piedra Santa.
De idas y regresos
De 1981 a 1984, José Antonio Cauja vivió una vital experiencia de aprendizaje en Armenia –antigua Unión Soviética–, donde llegó becado sin entender una palabra de ruso. Aprendió arte y durante sus vacaciones viajaba en tren por toda Europa. Iba tras museos con la obra de grandes maestros como su adorado Miguel Ángel o conocía los talleres de admirados escultores como el español Eduardo Chillada y tantos otros.
A su regreso, durante tres años, preparó con meticulosa maestría una exposición individual con el apoyo de la galerista Madeleine Hollaender.
La crítica de arte Inés Flores, al opinar sobre la obra del escultor, dice: “Para resumir la actitud de Cauja como escultor, se podría decir que su desafío es conseguir la armoniosa convivencia de la figuración con el abstracto, y de superar el estatismo de la piedra con la mágica ilusión del movimiento”.
Cauja ha ganado premios internacionales y ha asistido a eventos de prestigio. En 2001 participó en la 41ª Bienal Internacional de Venecia, Italia. Llevó tres esculturas –El templo de la pasión; Réquiem a los Amantes de Sumpa y Raíces, eran de basalto y mármol de diversos colores que pesaban una tonelada.
“Una Bienal de Venecia es como estar en un campeonato mundial de artes –explica con orgullo– en el que durante más de medio siglo han intervenido los más grandes escultores del mundo”.
Esa tarde conversamos en Bosque Azul –rodeados de naturaleza, esculturas y sus herramientas de trabajo–. Ahí donde Cauja sueña crear su pequeño museo, él fue el primer colono. El sitio parecía una selva con tigrillos y serpientes. Después llegaron otros pintores: Marco Alvarado, Marco Restrepo, Luis Miranda, su hermano Manuel Velástegui y arquitectos relacionados con el arte.
Su obra más conocida por ser una escultura pública es El bagre –ubicada en el Malecón del Salado, junto al puente de la 17, frente a la avenida Barcelona–. Cuenta que el Municipio le propuso que hiciera unos peces muy tropicales y él sugirió al bagre, por ser muy popular y es consumido a diario. “Contrariamente a lo que se diga sobre el bagre, para mí estéticamente hablando es el pez más lindo, por sus bigotes, cresta como un guerrero y su espina. ¿Por qué un seudónimo de fealdad?”, reflexiona sobre su pez de basalto.
Cauja, como todo excelente artista, es múltiple. “A mí no me pueden calificar de que soy de tal línea y que ahí me quedo –explica trabajando una madera fosilizada–. No podría, yo mismo me digo: soy como cuatro o cinco escultores al mismo tiempo. Y mi obra principalmente tiene que gustarme a mí para yo poder sacarla a la luz”.
En estos días prepara unas esculturas en madera fosilizada para participar en noviembre en la Primera Feria de Artes Plásticas y Visuales organizada por la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, a la que llegarán artistas consagrados, noveles y también galerías de arte. Cauja intervendrá por la galería de Madeleine Hollaender.
El arte de José Antonio Cauja es esfuerzo y magia. (I)