Corre, ríe, ama
Esta feliz pareja, formada por Lourdes Tibán y Raúl Ilaquiche, contrajeron matrimonio en Pujilí (Cotopaxi) después de 15 años de convivencia. Algo rarísimo en el mundo indígena, pero fue muy natural para ellos.
El primer beso de estos líderes indígenas de Cotopaxi, que ocurrió en diciembre de 1998, tuvo el sabor de una competencia deportiva. Porque incluyó una carrera; un pique de velocidad.
Estaban bailando un vallenato muy cerquita, casi cachete con cachete, y Raúl le robó ese anhelado piquito fugaz. Pero inmediatamente desapareció. Se fue.
“Yo me quedé hipnotizada, pero al ratito él ya no estaba. Se había ido y ni siquiera pidió disculpas”, recuerda con una sonrisa la actual asambleísta de Pachakutik.
Raúl explica su reacción: “Yo pensé que me iba a pegar o a enojarse. Pero lo que ella quería era el segundo beso”, también dice riendo sobre ese hecho ocurrido en un baile organizado por las fiestas de Quito en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), en donde ambos estaban becados para tomar una maestría.
Esta pareja se ha enamorado riendo. Se conocían de vista y nombre como jóvenes líderes del movimiento indígena en Cotopaxi, y ambos estudiaban derecho en la Universidad Central, él en la mañana y ella en la noche. Pero se hicieron amigos como compañeros en esa maestría en la Flacso, en la que solían pasarse papelitos con mensajitos en plena clase. “No tenía celular entonces”, dice Lourdes.
“¿Qué te parece este profesor?”, “No me gusta esta materia”, “Vámonos a tomar una cervecita”. Con mensajes así pasaron seis meses hasta ese primer beso de vallenato que fue el inicio de una relación romántica que, casi dos años después, los llevó a vivir juntos en la que sigue siendo su casa, una villa rosada de tres pisos en el sector de San Vicente, en Pujilí, a 15 minutos de Latacunga.
Allí, rodeados de árboles de eucalipto, sembríos, aves y montañas, y 15 años después, lucen alegres de criar a sus tres hijos: Kaya Anaai (10 años), Ayan Raúl (8) y Sanni Millaray (5). Pero algo faltaba: “No estábamos casados. Para ser felices no necesitábamos estar casados, necesitábamos comprensión entre nosotros”, dice ella.
“Nuestra relación había sido muy natural, espontánea, sin los formalismos convencionales”, indica Raúl, aunque acepta que eso provocaba críticas de familiares, y tampoco podían bautizar a sus hijos. Por ello decidieron casarse en una ceremonia intercultural (en quichua y español) cumplida en Pujilí el sábado 14 de febrero anterior.
“Con cosquillitas”
Ya de regreso a la vida familiar, Lourdes Tibán confiesa que se enamoró de Raúl, primero, “por su cara de niño (…). Él es menor a mí por tres años. Así que yo decía que él podía ser mi hijo. Y él me saludaba: ‘Hola, mami’”. Y Raúl dice que quedó impactado por su mente brillante y su sentido del humor. “Ella es muy inteligente. Y nos reímos por todo”.
Ambos coinciden en que reír ha sido parte fundamental de su relación. “Uno se une a otra persona para estar felices. Riendo. Si van a estar como peleando como perros y gatos, mejor separarse”, dice ella, quien agrega que aunque su esposo es el serio de la familia, “yo lo hago reír con cosquillitas”.
Esa relación los ha hecho vivir anécdotas: “Una vez fuimos de viaje a Taiwán por una invitación. Ya de regreso, en el aeropuerto, la traductora nos dijo que nunca había conocido a una pareja que se riera tanto, hasta porque pasa una mosca. Eso le había devuelto la alegría, porque decía que no sonreía desde que su esposo la abandonó hace 40 años. Y nos abrazó”, comenta Lourdes.
Ella es la consentidora de los niños. Raúl es el estricto. Y a pesar de que la cultura indígena es machista, ambos comparten las labores del hogar. “Ella puede cocinar. Yo puedo cocinar. Ella tiene que arreglar la casa. Yo tengo que arreglar la casa. El tema de la casa es compartido”, dice Raúl, pocos minutos después de lavar los platos del desayuno, el sábado de la semana pasada.
Una hora después recorrían un pequeño sembrío de maíz que tienen a una cuadra de su casa. Son 1.500 m² sembrados, ¡para consumo de la familia! “Comemos muchas humitas”, dice Lourdes contenta, “como en la Costa comen mucho plátano verde, y nosotros en la Sierra comemos maíz”.
Eso ocurre los fines de semana, porque de lunes a viernes ella y los niños pasan en su casa en Quito, para que ella cumpla sus labores como asambleísta y los niños vayan a clases. “Llevo más de 20 años viajando a Quito. Pero es una ciudad para trabajar, no para vivir. Creo que nunca he pasado un fin de semana en Quito”, comenta ella.
Su esposo, exdiputado, catedrático universitario y que tiene un estudio jurídico en Latacunga, suele visitarla en la capital. “Allá a veces salimos con amigos y jugamos cuarenta. Con Lourdes hacemos pareja”, dice Raúl. “Nosotros les ganamos a los propios quiteños, quienes dicen que inventaron el juego. Y eso que nosotros dos no somos expertos. Jugamos por joder”, ríe Lourdes.
Los fines de semana gustan de relajarse con los niños en una piscina pública. Y también arreglan la casa, que mantiene su aspecto de clase media, con muebles de madera y un televisor que parece de los años 90. Allí llegaron por primera vez en el 2000 solo con el entusiasmo de querer iniciar una vida juntos, porque Raúl nunca se le había declarado formalmente a Lourdes.
Por eso durante la boda, cuando Raúl tomó el micrófono frente a la multitud para pedirle a ella que sea su esposa, ella contestó: “Raúl, he tenido que esperar quince años para que me pidas que sea no solo tu enamorada, sino tu esposa. Y ahora, con tres hijos y frente a todas estas personas, no te puedo decir que no. Te acepto como tu esposa para toda la vida”.
Fue el gran momento en que formalizaron su compromiso. Allí se acercaron, se besaron y Raúl confirmó con su mirada, con su sonrisa, que no correría nunca más. (I)
Vivimos juntos durante 15 años, pero no estábamos casados. Para ser felices no necesitábamos estar casados, necesitábamos comprensión entre nosotros”, Lourdes Tibán