Descubrir el arte en lo cotidiano
En Chanduy y Guayaquil, Gloria Guerrero pinta en sus lienzos lo que su mirada observa y transforma creativamente.
Pinta escenas y personajes populares. Su mirada encuentra belleza en los campesinos que trabajan en los arrozales y en los coloridos sembríos de maíz. En las bañistas iluminadas por el sol al caer. En las cantinas olorosas a cerveza y animadas por la alegría de los músicos. Atrapa la esencia de nuestra gente y sus costumbres. Ella es pintora y una feliz ama de casa.
Ese sábado en Chanduy, conversamos con la guayaquileña Gloria Guerrero Murga –Yoya para sus amigos– quien no es muy amiga de las entrevistas ni de las fotos, ni tampoco de confesar su edad.
Con el viento del mar agitando su cabellera, recuerda que era una muchacha cuando en el colegio Americano recibió sus primeras clases de pintura, su profesora, aunque por poco tiempo, fue Anita von Buchwald.
Años después, se casó con el gran pintor expresionista Luis Miranda Neira, quien retornaba de estudiar artes plásticas en Europa. Transcurrieron largos años, hasta que en 1982, cuando él abrió su escuela de pintura en Urdesa, que Yoya fue una de sus alumnas. Para entonces sus tres hijos ya estaban grandes.
“Él es mi maestro, no quería nombrarlo porque es mi esposo! –comenta, refiriéndose a Luis Miranda, mientras coloca uno de sus cuadros en el caballete plantado al aire libre, cerca de la playa– “como maestro es bien exigente. Él me enseñó algo muy importante: aprender a mirar muchas cosas bellas que el ojo común, como el mío antes de la pintura, no veía. A descubrir la belleza. Hay cosas lindísimas para pintar, no copiar a otros, sino que aprendiendo a mirar. No es cuestión de embarrar telas, sino saber pintar bien, cualquier tema es interesantísimo, si se lo sabe trabajar, es lo que me decía y enseñó el profesor Miranda”.
Aprendió a manejar los colores en óleo pastel, también incursionó en la acuarela pero no se aficionó demasiado a esa técnica, cree que quizá, por su falta de paciencia, en cambio, se enganchó hasta ahora en el óleo porque encontró ahí mayor fuerza de color.
Con brillo en la mirada, reflexiona que pintar es fascinante. Ir colocando y combinando los colores. “Eso para mí es la pintura, una gran belleza”, lo dice sobre el sonido de las olas.
Su primera exposición fue en 1993. En mayo del año anterior, en la galería Mirador de la Universidad Católica, participó en la muestra colectiva Miradas junto a las artistas: María Fernanda Cereceda, Mónica Garcés y Natasha Demtchenko.
Confiesa que sus pintores favoritos son: Egon Schiele, Gustav Klimt y Pablo Picasso. Y entre los ecuatorianos: Eduardo Kingman y César Andrade Faini, de este último resalta sus acuarelas.
Entre Chanduy y Guayaquil
Fue en los años ochenta cuando esta pareja de artistas se instaló en una casa mixta a orillas del mar de Chanduy. Recuerdo que la primera vez entrevisté a Miranda, me contó que se acostaban temprano y despertaban con el ruido que hacían los gallinazos cuando caminaban por las hojas de zinc del techo de esa casa antigua. Después de desayunar pintaban junto al gran ventanal, siempre con música de fondo.
“Nosotros éramos felices pintando y el lugar era sumamente tranquilo –evoca Yoya–. Hacíamos una sola jornada hasta que se nos iba la luz natural. Al atardecer preparábamos algo y después nos sentábamos a ver el paisaje nocturno o conversar un poco hasta que nos venía el sueño. Ahora el pueblo ya no es así, está más congestionado de gente”.
Desde hace un puñado de años, la nueva casa de los pintores se levanta entre el estero y el mar del puerto de Chanduy. Luis Miranda pinta ahí, en su lugar favorito, rodeado de sus personajes. En cambio ella vive y pinta en Guayaquil, a Chanduy acude los fines de semana.
Ese sábado, la luz que entra a chorros por los ventanales e ilumina esas paredes pobladas por los cuadros de la pareja. Miranda se mece en su hamaca y conversa con su hijo Luis.
Afuera, bajo el cielo de Chanduy, Yoya recuerda que fue difícil aprender a pintar, en acuarela y óleo, la figura humana, aquella que algunos pintores evitan. “Pero si uno persevera y persevera aprende”, sentencia. Así fue como en sus lienzos pudo darle vida y color a cirqueros trashumantes; a músicos de toda laya: lagarteros, bandas de pueblo y jazz; mujeres actuando en los más diversos ámbitos. Aunque dice que últimamente pinta más paisajes, cautivada por los colores mágicos de los arrozales y de los campos de maíz cuando la cosecha ha terminado. Confiesa que entre sus ocupaciones hogareñas, encuentra espacio, le gusta pintar por la mañana porque la luz es perfecta. Trabaja alternativamente tres o cuatro cuadros a la vez, siempre al óleo pastel. En los veranos, prefiere trabajar en Guayaquil porque el clima es precioso y la luz dura más.
Al inicio de la tarde, cuenta que aunque generalmente los ladrones cuando entran a una casa roban artefactos eléctricos, dinero y joyas, una noche, en la suya, ocurrió algo inusual. El ladrón se robó dos cuadros suyos. Uno de músicos populares y el otro de unas brujas volando.
“Esos dos cuadros les gustaron al hombre, no tenía mal gusto ese ladrón”, dice sonriendo la pintora que encuentra la gran belleza en nuestra cultura popular.