El poeta de Los Ríos
Babahoyo tiene a José E. Zúñiga, el poeta que con versos da cuenta de esa ciudad fluminense.
Es el poeta de los ríos. No tan solo por ser oriundo de Babahoyo, capital de la provincia de Los Ríos. Su historia comenzó la noche del 27 de marzo de 1939, cuando su madre, en Guayaquil, se embarca en La Beldaca. Más tarde, esa lancha navega rumbo a Babahoyo. Pero se desata un aguacero con truenos y relámpagos. Los focos de la nave se prendían y apagaban. La lancha se debate en esas aguas salvajes. Los pasajeros viajan asustados. Es cuando a su madre le empezaron los dolores de parto. Una pasajera se ofreció a ayudarla. El capitán prestó su camarote.
“Ahí nací yo, en una lancha. En el río, entre Pimocha y el ingenio de azúcar Isabel María. Cuando yo nací, los pasajeros escucharon mi llanto y aplaudieron. Mi madre me decía que ella pensaba que yo iba a ser artista”, me lo cuenta José Enrique Zúñiga, el poeta de los ríos. Conversamos en los exteriores de la Casa de Olmedo –antigua hacienda del poeta José Joaquín de Olmedo–.
Zúñiga es alto y camina con cierta dificultad pero con una sonrisa comenta que siempre pierde sus bastones. Que ha publicado un puñado de poemarios, entre los que destacan Tarjeta de visitantes, Sonetario de Los Ríos, De la fantasía y otras realidades, Más allá de la luz y Cantos testimoniales. Además en prosa: Diccionario biográfico de Babahoyo y Temas de café.
El diálogo se da a cielo abierto, a orillas del río Babahoyo. Esa mañana, el encargado de abrir las puertas de la Casa de Olmedo no aparece, aunque también un par de turistas desean conocer esa histórica casa de hacienda.
Es cuando supongo que a orillas del río, el poeta escribió estas décimas testimoniales: “Soy montubio de Los Ríos/ nacido como el guarumo/lleno de amor y de zumo con todos sus albedríos (…). Soy montubio, lo confieso,/ parido en un arrozal/ como cualquier animal/ sin que me achique por eso”.
Su primer poema
Junto al río que danza, el poeta fluminense recuerda su infancia cuando era un niño asmático engreído de su madre. Casi no asistía a la escuela pero se la pasaba leyendo. Por recomendación de su abuela, lo alimentaban y le daban remedios tradicionales como sangre de tortuga, leche de burra y aceite de hígado de bacalao. “Me resultó porque se me fue el asma. Hasta este momento no sé lo que es una gripe, una tos, un dolor de cabeza”, dice.
Los primeros libros que leyó fueron Narraciones extraordinarias, de Édgar Allan Poe, y Facundo, de Domingo Sarmiento. Como sus tíos eran dueños de una librería tenía acceso a los libros. Con una sonrisa, recuerda que cuando todavía no sabía leer, en un libro vio una foto que lo impactó, era el retrato del poeta francés Charles Baudelaire que lucía una cabellera salvaje. “Yo decía: quiero ser como él. Cuando me peinaban para ir a la escuela, en la calle yo me despeinaba”.
A los 12 años, cuando Jorge, su hermano mayor, se enamoró, el pequeño José Enrique escribió un poema que su hermano entregó a su enamorada como propio. “Ese fue mi primer poema con la influencia de Rubén Darío”, recuerda aún como un niño travieso. Poco después, cuando su madre abandona el hogar, la vida del pequeño cambia. Después de un incidente con su padre, fuga de casa. Durante cuatro años, vive aventuras y desventuras en las calles de Babahoyo, Guayaquil y otras ciudades. A su retorno, vuelve a los estudios, convirtiéndose en profesor secundario, universitario y ocupando cargos privados y públicos. Ahora está jubilado.
Cuenta que festejando sus 50 años, sus hermanos lo alentaron a publicar sus poemas que como habían aparecido en diarios y revistas estaban dispersos.
“Soy poeta popular/ nacido en un barrio pobre, / no tengo siquiera un cobre/ que me haga respetar./ Pero me nace cantar/ mis versos y mi poesía/ con tal amor y alegría/ cuando me siento en mi casa/ con la gente de mi raza”, expresa el poeta. Un fluminense de cepa que no olvida la ciudad, la Babahoyo de su juventud. Esa pequeña ciudad que solo gozaba de luz eléctrica desde la seis de la tarde hasta las nueve de la noche, tampoco olvida a los guardias nocturnos que vigilaban a las familias para que apagaran los candiles y así evitar los incendios que varias veces destruyeron a la ciudad.
El río danza a orillas de la Casa de Olmedo, José Enrique Zúñiga, lo observa apoyado a un árbol añoso. “Yo soy modernista –se autodefine el poeta–, he absorbido los cambios sin olvidar mis raíces. He tenido mucha influencia de poetas pero trato de alejarme, de hacer lo mío, de tener una identidad y voz propia, creo que lo he conseguido. Lastimosamente aquí no se valora mucho a la literatura, usted para ser algo tiene que irse a Guayaquil o Quito, si no será un poeta rural”.
José Enrique Zúñiga es el poeta de Babahoyo, la ciudad de las casas flotantes. De esas balsas con una casa en el centro, donde los hombres descansaban y las mujeres cocinaban. Esas balsas que cargadas de productos agrícolas transitaban por los ríos hasta atracar en los muelles de Guayaquil. Esas balsas que poco a poco se fueron enraizando en las orillas del Babahoyo.
“Las balsas son en la historia/ importantes testimonios/ de ese eterno matrimonio/ entre el río y la memoria (…). Las balsas son un legado/ de un ayer que ya no existe,/ pero que persiste/ en nuestro modo de ser/ para amar y proteger/ lo que de la historia se viste”, testimonia Zúñiga, el poeta de los ríos.