Las abuelitas del centro

25 de Diciembre de 2011
  • La señora Carmen en el ingreso a la iglesia San Francisco, donde recibe ayuda de los fieles.
  • El local Jugoterapia lleva unos doce años regalando bebidas naturales a las abuelitas que deambulan en el centro. Lo hace cada domingo.
  • El grupo católico San Egidio visita cada domingo a estas señoras, y hoy les brinda un almuerzo navideño. Esta foto es del almuerzo del 2010.
Texto y fotos: Moisés Pinchevsky

Cada domingo, una zona céntrica de Guayaquil suele convertirse en un improvisado albergue de la tercera edad, ocupado mayormente por amables ancianas cuyas historias pueden ser símbolo de lo mejor y lo peor de nuestra sociedad.

La llamo Blanca no porque sea su nombre, sino por su cabellera de lacios hilos de plata que avanzan por sus hombros hasta estacionarse en su media espalda, como si estuviera cubierta de un velo color nieve, de esos que las beatas usan en misa, y que le brinda un aura de tímida solemnidad.

Es una solemnidad ganada en casi ochenta años de vida, la cual arrastra diariamente y en solitario por las calles del centro de Guayaquil, a veces pareciendo que no tuviera rumbo, porque su camino no suele marcar geografías, sino emociones. Quizás la mayor sea escuchar misa para luego compartir la risa con sus amiguitas reunidas cada domingo en la mañana en la plaza Vicente Rocafuerte, formando una suerte de república independiente habitada por señoras que aprovechan ese día de la semana para reunir algún dinerito obsequiado por las personas que salen de misa mañanera.

Y también para saborear alguno de los sándwiches, jugos, coladas, panes y demás alimentos que conforman un desayuno llevado por más gente benefactora de ese espontáneo albergue de la tercera edad que tiene por mascotas a cientos de palomas revoloteantes.

Pero Blanca no se considera una mendiga. Tampoco sus compañeras. Ella es más bien un alma tímida que habla bajito (casi siempre mirando al piso) y vive con una comadre y la familia de esta en el suburbio de la ciudad, con quienes no se lleva tan bien, por lo que prefiere pasar el día en la calle o visitando alguna amistad para llegar tarde en la noche simplemente a dormir, “para no molestar, para pasar desapercibida”.

Y así ocurre. Esta exlavandera de cuerpo menudo, ojos tristes y piel trigueña es una del más de un centenar de señoras que han encontrado en la calle un sitio de escape a sus realidades.

Un jugo con las amigas

La señora María es también una de ellas. Su gorra negra luce azul marino descolorida por los brillos intensos del mediodía. Suele sentarse en el filo de la gruesa columna derecha del ingreso a la iglesia San Francisco, lo cual es un peligro debido a las palomas. “Si una se descuida, termina sucia”, sonríe con complicidad.

Su ánimo se ve impulsado cada día al comprobar atisbos de la noble naturaleza del ser humano, ese elemento que provoca que, por ejemplo, entre ellas se ayuden la una a la otra. “Si alguien recibe una tarrina de comida, le brinda a las amigas. Puede ser un tallarincito, un arrocito, que nos servimos con el solcito”, bromea refiriéndose a la temperatura.

Esa nobleza también se evidencia en los extraños, en gente que, sin conocerlas, las ayuda con un compromiso que solo puede ser impulsado por el amor al prójimo. “En Capitán Nájera y Chimborazo, cada domingo nos brindan una vaso de batido con humitas, empanadas o pan. Desde las 07:00 ya hay abuelitas haciendo fila hasta eso de las 09:00, cuando llegan las últimas”, indica sobre la obra que desde hace doce años realiza el local denominado Jugoterapia, sirviendo generalmente a unas 80 personas necesitadas, mayormente señoras de la tercera edad, aunque en diciembre la cifra llega a los 200.

El domingo anterior, Soledad fue una de las últimas en recibir el jugo revitalizador –de mora en esta ocasión– que espera cada semana con entusiasmo. “Las que llegan temprano lo reciben con humita, luego lo dan con empanada, y a las últimas les toca un rico pancito. ‘El que madruga come pechuga’”, bromea, aunque su rostro se inunda de nostalgia al mencionar que su único hijo murió hace más de una década. “Era un buen hombre. Era mi apoyo, mi benefactor, mi compañía”. Pero hoy Soledad está sola.

No a la mendicidad

El domingo es el mejor día para hacerse de la compañía de señoras que, como ella, juntan sus historias en las veredas urbanas, deambulando para solicitar alguna ayudita económica para su alimentación y medicinas, según dicen. Es un recorrido que para muchas las lleva a la Bahía buscando la generosidad de los comerciantes. Pueden ser 5, 10 o 25 centavos, aunque los más amigos regalan un dólar, lo suficiente para juntar de dos a cuatro dólares cada mañana, tras lo cual regresan a casa para el almuerzo.

Pero esa recolección se ha hecho más dura en los últimos meses, ya que el Gobierno impulsa una campaña que combate la mendicidad. “Les dicen a los locales (de la Bahía) que no nos den plata, que nos hacen un daño, que somos vagas, que tenemos casa, que tenemos plata y familia que nos mantiene. Si usted conociera dónde vivo no pensaría así”, dice Soledad.

Se niegan a llamarse mendigas. “¡No lo somos!”. Es comprensible, porque la mendicidad sobrepasa el límite del abandono y la marginalidad. Ellas no están abandonadas. Se tienen entre sí, a veces sentaditas en las sillas de metal de la plaza Vicente Rocafuerte, platicando frente a los ruegos que se escapan de la iglesia San Francisco, y pendientes de la llegada de los policías metropolitanos, por quienes se sienten perseguidas.

Es casi un club del asfalto, cuya membresía se gana con el drama. Como la de Luz, que vive en una cuartito con dos hijas y tres nietos. Una de ellas es viuda, porque su marido se suicidó por la depresión. “Perdió el trabajo, llamó por teléfono a sus padres, les cantó una canción y se ahorcó en una mata de mango”.

Escoger cómo ser feliz

Esperanza, de unos 60 años, está contenta de existir, quizás porque también conoció el deseo de querer terminar con su vida. Fue hace algunos años, en que intentó suicidarse tras una disputa con unos familiares con los que residía. “Me maltrataba, me insultaban, decían que estoy loca”. Hoy vive sola, en un cuartito que le paga un primo, y gusta de escuchar misa en esta iglesia que conoció cuando de joven venía con su mamá.

Los recuerdos infantiles marcan nuestras existencias, como si nunca dejáramos de ser niños; para Esperanza, como si aún llegara del brazo de su madre para inclinarse ante el altar y pedir por sus seres queridos, por el futuro, por la vida. Pero algún requiebre inesperado de su existencia la llevó a “pasar vagando en la calle”, dice. Ocurrió hace unos 20 años, cuando falleció su abuelita.

Ahora dice añorar una casita para vivir con un perro, un gato, un par de gallinas y muchas plantas, porque le gustan. “Uno debe acercarse a aquello que lo hace feliz”.
Rosa es una de las más “antiguas” de este matriarcado. Su trono está bajo la columna derecha al ingreso de la iglesia, porque es el mejor lugar para encontrarse cara a cara con los fieles que salen o ingresan al templo. Sus compañeras dicen que esa “cabecita blanca” es brava, que se molesta cuando se multiplican las manos que solicitan la ayuda.
Ella confiesa que hace quince años eran solo unas diez señoras las que pedían, pero hoy suman como 200, lo cual es un problema debido a la competencia.

“Solo sacamos para las medicinas”, para la artritis. Hoy quisiera “jubilarse” de la calle para retirarse a una “chocita” propia con su hija y nieta, con quienes hoy vive en un cuarto alquilado. Y así dedicarse “aunque sea a asar verdes y venderlos, para quedarme en casa”, indica porque siente que no hay mayor tranquilidad que la de un techo seguro, sin la necesidad de salir a la calle.

Sin embargo, Consuelo, también de blanca cabellera, interrumpe para alabar el espacio que habitan en la ciudad, porque es bueno también compartir con las amigas, con la gente. “Imagínese quedarse encerrada en la casa, ¿qué se hace en la casa?”. Y al mencionar el sol dice que “es lo más lindo sentirlo en la piel. Es una alegría levantar la mirada y sentirlo en la cara, en los huesos”, indica esta señora que cuando reúne 3 dólares dice sentirse satisfecha.

Hay tantas razones para darle gracias a la vida, indica Consuelo, bendiciones que la hacen olvidar, por ejemplo, que sus dos hijos ya no velan por ella, porque “tienen sus propios hijos, sus propias preocupaciones”. Y ella tiene a sus amiguitas de la calle. No es conformismo, pero Consuelo se regocija de que, al menos, ella no está sola.

Si alguien recibe una tarrina de comida, les brinda a las amigas.  Puede ser un tallarincito, un arrocito,   que nos servimos con el solcito.
María

 

Comunidad San Egidio

Las abuelitas del centro son beneficiarias de grupos de ayuda social y ciudadanos de buen corazón que suelen estar pendientes de su situación. Por ejemplo, los miembros de la Comunidad San Egidio las visitan cada domingo para brindarles un desayuno con colada, jugo, panes o galletas, pero lo principal es que charlan con ellas por considerarlas sus “amigas de la calle”.

Cada 25 de diciembre organizan un almuerzo navideño; hoy se realizará en una cancha en la décima etapa de la Alborada, atrás del c.c. La Rotonda, para lo cual esperan recibir a unos 300 invitados, mayormente ancianas, aunque también incluyen a  varones y niños.

Las abuelitas necesitan  amor, tiempo y una conversación amigable, gente que se preocupe por ellas, indica Éveling Vélez, miembro de San Egidio, conformado por profesionales que cada domingo las buscan recorriendo las iglesias del centro de la urbe. Contacto: 09-237-0280, 09-793-9806.

 

 

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