Las olas de la vida: Rasty y sus tablas de balsa
Fue un atleta de élite. Ahora en Montañita diseña y construye tablas de surfear con balsa. También ayuda a niños deportistas.
La tarde es dorada. El sol pinta a La Punta, sector de Montañita. Cuando llego, Rasty dice: “A todos los que vienen aquí les digo: bienvenidos a mi tribu”. El nombre de su tribu es Balsa Surf Camp, hostal ecológico que funciona junto a su taller, tienda y escuela de surf. Negocio que maneja con Julie, su esposa, desde hace cuatro años.
Rasty (César Moreira Intriago) es menudo y emana buena vibra. Es profesor de surf. Es un shaper, es decir, un diseñador y constructor de tablas de surf, en este caso con balsa, como materia prima.
Su historia comenzó en 1975, cuando nació en Santa Teresa, pueblito manabita atravesado por la línea equinoccial. Asegura que bajo su casa, donde vivía con sus padres y ocho hermanos, existía un entierro de la cultura Jama Coaque. “Mucha de la cerámica que ahora está en los museos salió de debajo de mi casa. Cuando era chiquito no sabía el valor de esas piezas y jugaba a la puntería con ellas. Imagínate, estaba dañando tanta identidad”, expresa.
Siempre junto al mar
Cuando su familia se estableció en Playas empezó su onda con el mar. Tenía 5 años y con otros niños pobres jugaba a surfear, imitando a los pocos deportistas que en esa época montaban olas. “Los pedazos de madera que flotaban en la playa, nosotros los utilizábamos, supuestamente, como tablas de surf. Eso era para nosotros una diversión”, recuerda. Luego fue parte de un pequeño grupo de muchachos que se prestaban la única tabla que poseían.
“Decíamos, por ejemplo: a ti te tocan cinco olas; si te caes, pierdes una. Así nos turnábamos la tabla”, cuenta, y reconoce que era duro ver a otros disfrutando con su tabla en el mar. Su meta era tener una propia. Para conseguirla, empezó aprendiendo a reparar tablas de surfear en el taller de los hermanos Ghazñay. Ellos habían aprendido el oficio con el gringo Andrés (Andrés Kozmisnki, estadounidense, pionero en Playas, donde reside desde 1972).
Datos
Una tabla de balsa personalizada emplea de 80 a 90
horas de elaboración
A los 17 años abandonó sus estudios y se dedicó en cuerpo y alma al surf. Comenzó compitiendo en Playas y circuitos nacionales. Llegó a ser integrante de la selección del Ecuador y surfeó en playas de Sudamérica, Centroamérica, Estados Unidos y Europa. Fueron diez años como deportista y siempre sobre su tabla de balsa. “El surf, aunque extremo, es un deporte sano. Si no lo canalizas bien puede llevarte, un poco, a un mundo sin control –reflexiona Rasty–. A mí el surf me ha enseñado a llevarme bien con la gente, con la naturaleza y a tener un trabajo con nuestra balsa”.
Recuerda que vivía en Engabao, donde surfeaba todo el día. Fue durante una época de olas bajas que un amigo lo invitó a Montañita: “Dije vamos, porque siempre he sido libre. He sido lo que yo quiero. Eso fue cuando tenía 18 años, vine y de aquí no me volví a ir”. Eso ocurrió hace 20 años. Fue cuando perdió sus nombres y apellidos. Los niños de la comuna lo apodaron Rasty, porque utilizaba esas trenzas tan características de los rastafaris. Seguramente nadie conoce su nombre, aunque eso en Montañita no importa.
Tablas para toda la vida
En esa época, al mismo tiempo que surfeaba, empleaba y compartía sus conocimientos de construir tablas de balsa. Durante años se asoció con otro artesano y como por Montañita pasa gente experta, se fue profesionalizando como shaper e intercambiando conocimientos. “Para los extranjeros que solo emplean tablas sintéticas es nuevo conocer la balsa, un material natural que no tienen en sus países”, comenta Rasty, quien agrega que el ciclo de vida de una tabla sintética es tan solo de tres meses a un año como máximo, porque se rompen con facilidad, además no son biodegradables y las más baratas, dependiendo de la marca, cuestan entre $ 400 y $ 500. En cambio, una tabla de balsa es para toda la vida. “Inviertes una vez y no vuelves a comprar otra. Por eso, los pocos artesanos que la hacemos no tenemos mucha plata”, sonríe y dice que para generar ingresos siempre ha tenido su escuela de surf y ahora, además, la hostería.
Desde hace cuatro años su taller forma parte de Balsa Surf Camp. Allí diseña y construye Balsa House, su marca de tabla. Una de las características de su tabla de balsa es que es personalizada. Ninguna es igual. El cliente que la encarga le pone su sello. Le puede incluir arte –por ejemplo, motivos precolombinos o contemporáneos– o combinar la balsa con elementos acrílicos, metales, piedras. “Son únicas, las puedes diferenciar totalmente”, asegura con orgullo de artista.
También hay tablas a las que él le pone ese detalle especial. Son para los clientes que van de paso. Cuenta que en una tabla personalizada emplea de 80 a 90 horas de trabajo desde que empieza a diseñarla hasta que la prueba en el mar. Una Balsa House cuesta $ 600, aunque en el exterior pueden valer el doble o el triple. Eso ocurre porque los viajeros se la llevan como artículo deportivo, recuerdo o artesanía.
“Mi trabajo de diseñador y constructor es totalmente informal, así como en un día o en tres meses puedo vender solo una tabla o en una semana puedo vender diez”, dice con el tronar de las olas como música de fondo.
La tarde es lila. El sol se ahoga en el mar de Montañita. Rasty jamás olvida que cuando era niño no tenía una tabla para surfear. Por eso ahora junto con un grupo de amigos consiguen y regalan tablas de surf a niños de escasos recursos económicos de Esmeraldas, Manabí, Playas, para que hagan deporte. “Hay niños que al frente de su casa tienen su ola, pero no tienen una tabla. Estamos motivándolos para que sean los futuros atletas”, comenta Rasty, quien puede ser feliz en cualquier rincón del Ecuador con mar, olas y sana naturaleza.