Las pelotas de índor de Luis Chóez
El sol de las dos de la tarde es fuego vivo. Las calles del puerto se derriten. Hay que caminar a la sombra de los portales para no ser incinerado.
Pero ese sábado, los peloteros callejeros aún no se reúnen en torno a una bola de indorfútbol. Ese balón que salta y late como el corazón mismo de Guayaquil.
Caminando por esas aceras ardientes visito a Luis Chóez Obando en su taller Súper Balones Chóez –Aguirre 1724 y José Mascote–. Ahí es donde este guayaquileño de 66 años, hundiendo el punzón a pequeñas figuras geométricas de cuero sintético que después coserá a mano, forma un perfecto balón de indorfútbol. Su taller funciona en la sala de su casa.
Él trabaja sobre un mesón y solo es interrumpido por compradores de gaseosas, hielo y agua que Chóez ofrece a los vecinos. Pero enseguida retorna a laborar entre coloridas pelotas listas para rodar en calles y canchas. Algunas se exhiben en fundas transparentes como seduciendo a los deportistas que transitan por la calle Aguirre.
Este oficio lo heredó de su padre, Luis Chóez López. Lo aprendió cuando tenía tan solo 12 años y ha continuado hasta hoy.
En todo este tiempo, ¿cuántas pelotas de índor habrá confeccionado este artesano? Lamentablemente, ninguno de sus hijos ha deseado heredar este oficio. Su taller es el último que funciona en Guayaquil. Recuerda que antes existían tres, todos a cargo de los Chóez.
El de su padre quedaba en García Moreno y Aguirre. “Prácticamente ahora estoy solo en este oficio de balones hechos a mano; como mis hijos no aprendieron el oficio, creo que conmigo esto muere”, dice con cierta tristeza. Rememora cuando era un niño y con sus amigos jugaban con una pelota de trapo. Bola que hacían con un par de medias viejas (calcetines) y rellenaban con papel y trapos. Eran los tiempos de la pelota de trapo.
De cuando las bolas de índor se adueñaron de las calles
Según Chóez, su padre fue el iniciador de los balones de índor. Refiere que primero trabajaba en una talabartería de la calle Villamil –en aquella época barrio El Conchero y hoy La Bahía–. En ese taller se confeccionaban monturas para caballos, fundas para machetes y revólveres, maletas de cuero, etcétera. Después reparaban los primeros balones de fútbol que llegaban de Argentina. Balones de cuero que nuestros artesanos de la Sierra y Guayaquil aprendieron a confeccionar. Fue a inicios de los años cincuenta que a Chóez López, a partir de los balones grandes, se le ocurrió fabricar las pequeñas pelotas de índor. “Yo era un chamaquito nomás cuando veía que mi viejo hacía esas bolas”, evoca.
Obviamente, esas primeras pelotas no eran como las actuales. Solo estaban formadas por 6 piezas, luego por 12 y después por 18, al igual que los balones de fútbol de esos años. Ahora una bola de índor –al igual que un balón de fútbol– se forma con 32 piezas hexagonales y pentagonales.
Las pelotas de índor de Chóez Obando eran de cuero rellenas con lana de ceibo. Cuando no había lana, se utilizaban algodón y papel. Algunos empleaban aserrín, pero cuando llovía el cuero absorbía el agua y la bola pesaba y era tan dura como una piedra. Ahora se las confecciona de cueran –material sintético– y se las rellena con caucho picado. Las herramientas de trabajo siguen siendo las mismas: un punzón que se llama abridor, la agujeta y la mordaza, que es una madera sobre la que descansan las piezas que –una a una– Chóez va cosiendo a mano.
Primero la piola era de algodón, después de cáñamo y ahora de nailon. Luis Chóez mientras trabaja recuerda que su padre vendía una pelota a cuatro sucres y la más cara a seis. Eran los tiempos cuando en el taller laboraban cuatro operarios y se entregaban semanalmente de cuatro a cinco docenas de pelotas a las casas deportivas El Prado, Soria y Spencer. Sin contar a los peloteros que los fines de semana acudían a comprar al taller. Era la época dorada del índor, un deporte popular que se jugaba en las calles como en campeonatos de diversas ligas barriales. Luis es el último heredero del oficio, porque su padre falleció hace 15 años y los otros Chóez que confeccionaban balones también desaparecieron.
¿Y usted jugó índor?, indago, y Chóez con una sonrisa que llega del pasado responde: “En mi época de estudiante jugaba, pero un día que me tiraron de oreja y ni más”, dice entre risas. Aunque por un par de años jugó en la categoría juvenil del Audaz argentino.
Dice que antes confeccionaba cinco balones diarios, ahora solo dos porque ha perdido fuerzas y no hay tantos clientes como antes, pues la mayoría prefiere las bolas sintéticas.
Es por eso que se ayuda con las ventas de refrescos y reparando balones de fútbol, básquet, sóftbol y voleibol. Actualmente está haciendo tres modelos de balones de índor. La pelota normal cuesta $ 8, la pelota especial que es más grande $ 9,80. Y su última creación es una bola pequeña especial para niños, esa cuesta $ 6. “La idea me surgió porque vienen padres a comprar acompañados de sus niños que quieren llevar una pelota, pero las otras son muy grandes para ellos”.
Antes jugar índor los sábados era una tradición. Las calles de Guayaquil se convertían en canchas de índor. “Pero ahora prácticamente el índor callejero ya desapareció –dice Luis Chóez como verbalizando su propia sentencia de muerte–. Por aquí en el centro no se lo juega, en los barrios alejados sí”.
Lo afirma y vuelve a trabajar en sus pelotas de índor, una tarea que la ejerce desde hace 54 años. Toda una vida redonda. Ese sábado abandono el taller de Luis Chóez y sospecho que vivimos las últimas tardes de la pelota chica. Ahora, niños y jóvenes sueñan con ser futbolistas y no peloteros callejeros. El índor no tiene futuro, agoniza.
Las calles convertidas en canchas de índor con arcos de piedras o tubos metálicos son cada vez más escasas. “El índor está desapareciendo, aunque sea una tradición tan nuestra”, dijo como despedida Chóez. La frase me golpeó como un gol en contra. Sentí, como cuando era pelotero, que había perdido el último partido de la tarde.