Oswaldo Viteri: ‘Quito me atrapó’
El pintor ambateño Oswaldo Viteri disfruta de un amor violento con la capital, en donde reside. La urbe y el hombre conviven fusionados y revueltos como lo hacen los enamorados, los colores, los sentimientos.
La relación entre Oswaldo Viteri y Quito nació abrazada a la más profunda tristeza. Era lógico. Él abandonó su natal Ambato a los 12 años de edad para mudarse a la capital y así estudiar como interno en el colegio San Gabriel, porque su padre quería brindarles a sus hijos la mejor educación posible.
“Llegué con un sufrimiento muy grande. Me había separado de mis hermanos, de mis padres. Fue muy duro”, recuerda.
Ese nuevo ambiente afianzó su carácter, “me volví muy disciplinado, ordenado y puntual con exageración, me gusta (la puntualidad) incluso con segundos”. Y también fomentó su amor al arte. Eso comenzó un día en particular, cuando se extraviaron las llaves del portón principal del colegio, por eso los directivos hicieron salir a los alumnos por una puerta que se conectaba con la colindante iglesia de La Compañía.
Fue entonces que su vida cambió. Dentro del templo quedó subyugado por las columnas y los frisos, las esculturas y las molduras, los paneles y las pinturas, por el amplio ambiente y el mínimo detalle, todo convertido en un estupendo cuerpo de armonía barroca que –como si se tratara de un milagro– iluminaba el rumbo que tomaría su vocación: el arte.
Sin embargo, sus primeras pinceladas llegaron mucho después, a eso de los 20 años de edad. Estudiaba Arquitectura en la Universidad Central de Quito, por lo que alquilaba una habitación en el cuarto piso de una pensión en las calles Esmeraldas y Vargas, cerca del Centro Histórico.
“En mi cuarto había la reproducción de un cuadro de Van Gogh (Autorretrato con oreja cortada) y tenía colgada en la pared una paleta pequeña para cuando me decidiera a pintar. Tenía la puerta abierta y un joven pasaba y repasaba por afuera, y miraba una y otra vez”. Fue entonces cuando ese muchacho se le acercó para preguntarle: ¿Usted es artista?, “me sorprendió”. Era el pintor guayaquileño Luis Miranda, quien se convertiría en su gran amigo.
Miranda había llegado a Quito con otros jóvenes artistas que en grupo salían a dibujar y pintar por las calles del Centro Histórico. Oswaldo Viteri los acompañaba, “allí me contagié más de mi vocación de niño”.
Y también se profundizó su amor por la ciudad, como si el arte y Quito hubieran estado
amarraditos por un vínculo místico y fantástico que desde entonces lo ha hipnotizado para salir a caminar con su esposa y amigos por las calles añejas de sitios como las iglesias San Francisco, de La Compañía y de El Sagrario, apropiándose a través de la admiración de escenarios que dice cobran mayor belleza de noche.
Como todo un gallo
Quito también ayudó a marcar su espíritu rebelde, por el cual resultó severamente castigado en dos ocasiones: una fue a eso de los 22 años cuando decidió retirar un cuadro suyo de una exhibición en el Museo de Arte Colonial; lo hizo por solidaridad con compañeros pintores jóvenes que no fueron aceptados en esa exposición.
Eso provocó que los policías lo metieran a un calabozo con violadores y ladrones. “Como yo andaba de traje y corbata (porque se inauguraba la exposición), ellos me decían que me habían encerrado por ‘hembras’”.
El otro incidente fue cuando como universitario caminaba cerca del palacio de Gobierno junto con otros compañeros. “Los estudiantes no le podían ver a Velasco Ibarra. Cada vez que lo veían le gritaban ‘Abajo, Velasco’. Yo en esa ocasión vi pasar el carro con el presidente, me acerqué a la ventana y le grité ‘Abajo el loco’. Cuando cruzamos por el portal de Carondelet, dos guardaespaldas dijeron: ‘Este era’, y me alzaron como pluma y metieron al puesto de guardia de la Presidencia, y allí me pegaron”.
Lo curioso es que Viteri admiraba a Velasco, pero “le grité porque los universitarios somos rebeldes. Queremos la libertad. Un escritor dijo: Si un joven no es capaz de encontrar la libertad, es preferible estar muerto”.
La rebeldía y la libertad deben compartir espacios con otros ingredientes que Viteri considera esenciales para vivir: la pasión, la terquedad, la ilusión, el entusiasmo. “Sin eso, mejor no existir”, insiste.
Viteri cultivó todo aquello en las calles de Quito, aunque quizás la semilla fue sembrada en la casa donde su abuelo criaba gallos de pelea, en Ambato. El artista tenía como cinco años cuando allí encontró una “pastillita azul preciosa, y justo al lado un vaso de agua. Cuando mi abuelo llegó, me preguntó: ¿Y la pastilla? Yo le dije que me la había tomado. ‘Pero si era para los gallos’, me dijo”. Y por eso Viteri considera tener algo de gallo… y de pelea.
Cuando lo dice su rostro borra esa expresión de solemne seriedad que lo caracteriza, para iluminarse con una sonrisa bromista tentada a convertirse en carcajada. El buen humor se asienta acompañado de orgullo al comentar que su pasión por el arte colonial y republicano de Quito está reflejada en la colección de piezas que posee en su casa, las cuales acompaña con arte peruano, español, africano y chino.
Un nutrido grupo de piezas se agrupa maravillosamente en la sala de su vivienda, la cual se encarama en una colina al norte de la ciudad, permitiendo que su patio se convierta en un mirador que apunta a un Guagua Pichincha levantado como torre con Quito en sus faldas.
Es un escenario similar al captado en algunos de sus cuadros, teniendo casas multicolores sembradas bajo el dominio de la montaña. Allí suele contemplar a un Quito que califica como “una maravilla, sorprendente”. Esto porque la ciudad se incrustó en la médula de su arte, de su vida, de su corazón, de su risa. Esa risa –también solemne– que comenzó a sonar en Quito cuando él tenía 12 años, poco después de haber sentido la más profunda tristeza.
Exposición en Guayaquil
La galería de arte Mirko Rodic, ubicada en el c.c. Urdesa, calle Dátiles y la Primera, exhibe hasta el 15 de diciembre 20 obras de Oswaldo Viteri, por sus 80 años de edad y 60 de artista.
Este pintor y escultor ha expuesto dentro y fuera del país, considerándolo uno de los artistas más representativos de Latinoamérica. Sus obras más famosas son con técnica del ensamblaje, que incorpora objetos como muñecas de trapo, medallas de metal, ornamentos, tela de cáñamo y demás elementos extrapictóricos.
La crítica internacional la considera muy original. “Yo nunca pretendí serlo, porque el que busca la originalidad jamás la encuentra. A veces la originalidad llega cuando es joven, a veces a mediana edad, a veces a edad tardía. Y la mayoría de las veces no llega nunca”.