Unidos por el barro

04 de Noviembre de 2012
Texto y fotos: Jorge Martillo M.

En Samborondón aún está en actividad un puñado de alfareros. Los Acosta Vera son parte de un oficio que tiende a desaparecer.

Están unidos por el barro. Casi como los míticos Adán y Eva. Pero son Paco y Rosa, una pareja de alfareros de Samborondón.

Francisco Paco Acosta Pinto y Rosa Vera Pilay están unidos desde 1964, tuvieron doce hijos, siete están vivos. Pero solo uno de ellos, Roberto, es alfarero como sus padres, abuelos y bisabuelos.

Siempre Samborondón ha sido un pueblo de hábiles alfareros utilitarios. Carlos López Jiménez en Samborondón ayer y hoy, libro publicado en 1997, refiere: “Hasta hace unas cinco décadas, los alfareros de Samborondón aprovisionaban de ollas, cazuelas, parrones, tinajas, maceteros, cantarillas y más objetos de barro, a casi todos los pueblos de la cuenca del Guayas, hasta los lugares más alejados llegaban las grandes canoas samborondeñas cargadas de tales objetos”.

La semana pasada visité ese taller familiar que funciona en un patio posterior. El tradicional torno para elaborar las piezas está a la sombra de un árbol de mango. Lo manipula diestramente Víctor Sandoya, de 31 años. A pocos metros se ubica el horno a leña en el que queman ollas y cazuelas. A un costado, entre el ir y volar de aves de corral, están los mesones, donde al sol se secan los tiestos de estos artesanos.

“Mi oficio viene desde mis abuelos Nicanor Pinto y Emperatriz Yance, ambos eran alfareros –comenta Paco revisando unas ollas que se secan a la sombra de un ramal–. Pero el que me enseñó el oficio fue mi papá, Miguel Acosta Tumbaco, todos ellos hacían ollas y cazuelas; nosotros hemos seguido esa línea”. Él tiene 69 años, nunca aprendió a moldear piezas en el torno, pero cuando aún están frescas las corrige a mano y después las cuece por dos o tres horas en el horno. Cuando a los 23 años se casó recién se dedicó a la alfarería porque antes, como ahora, siempre ha sembrado arroz en un pedacito de tierra de su propiedad.

Doña Rosa Vera Pilay, ahora de 64 años, cuando tenía 16 se unió a Paco. Ella, además de los quehaceres domésticos, es la encargada de colorear las piezas cuando el barro está seco y oscuro con un líquido espeso hecho con tierra colorada. Sus padres, Julio Vera León y Rosa Pilay, también eran alfareros, hacían unas tinajas inmensas que servían para guardar agua. “Yo a los 10 años les ayudaba a quemar y a pintar esas tinajas que ahora nadie hace porque hay envases plásticos”, dice mientras colorea unas ollas.

Cuenta que todo comienza cuando van a buscar el barro en una finca cercana. Refiere que lo encontraban escarbando en los patios de las casas. Es su hijo Roberto Acosta, de 31 años, quien lo consigue, lo limpia de impurezas y remoja durante cuatro o cinco días hasta que se suaviza. Luego mezclado con arena y agua es amasado con los pies por un par de horas. Cuando está listo lo dividen en porciones llamadas pilones y el tornero transforma esa masa fresca en ollas y cazuelas.

A canalete río arriba

Paco y Rosa recuerdan que cuando se unieron no existía la carretera, la única vía era el río. Ellos cargaban su canoa con unas 500 ollas y cazuelas, y remando llegaban hasta Ventanas, provincia de Los Ríos. “Un viaje duraba ocho días porque íbamos a palanca y vendiendo por los caseríos y pueblo de ese camino de agua”, relata Paco. Viajaban los dos. Al mediodía, Rosa cocinaba en un pequeño fogón que instalaban en esa canoa de 12 varas de largo. Por la noche buscaban una casa donde dormir. “El regreso –recuerda Rosa– era bonito, porque a orillas del río estaban las mandarinas, el guineo, la fruta de temporada que traíamos. Antes la gente no era mala, ahora usted anda en canoa, le quitan lo que tiene y lo matan”.

Ese mediodía recuerdan que antes casi todos los alfareros vivían en una misma calle: la 24 de Mayo. Evocan a antiguos alfareros de su pueblo natal: Artero Vera, Benedicto Soriano, Pedro Bazán, Miguel Duarte, Pepe Vargas, Santo Romero, Lisandro Romero, quien hacía ollas a mano sin necesidad de torno; a Pancho González, quien ya no trabaja. También a María y Rosa Jiménez, que a mano hacían unas cazuelas inmensas; no olvidan a María Vásquez, quien aún está viva.

Dicen que sus ollas sirven para cocinar arroz, menestra, y las cazuelas grandes, para la torta de pescado y camarón. Y en las cazuelas más pequeñas se sirven esos potajes. Ahora solo trabajan a pedido para clientes de Babahoyo, Milagro, Guayaquil –Mercado Central y cercanías del desaparecido Mercado del Sur–. Ellos venden cazuelas y ollas según el tamaño –hay cuatro medidas– desde $ 0,25 a $ 6.

La añeja pareja lamenta que solo Roberto ha heredado el oficio de ellos y sus más antiguos antepasados. “A mis demás hijos no les gusta –dice Rosa triste–. “No me ayudan ni a colorear una cazuelita”.

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