Las catacumbas de París
La capital francesa no es solo la torre Eiffel, el Louvre o Montmartre. Debajo de sus calles se ocultan lugares que ofrecen otras opciones diferentes y lúgubres.
Un laberinto de 300 km de largo atraviesa las entrañas de París. A fines del siglo XVIII, dos kilómetros de esas antiguas canteras de piedra caliza se destinaron a osario municipal. Este recibió el nombre de catacumbas, por analogía con las necrópolis subterráneas de la Antigua Roma. Hacia 1780 la saturación del Cementerio de los Santos Inocentes llegaba al punto de que apenas unas cuantas paladas de tierra ocultaban cientos de cadáveres.
Como en las proximidades se encontraba el mercado de Les Halles y los habitantes del barrio comenzaron a quejarse de la pestilencia y de que los alimentos tenían un sabor extraño, el Consejo de Estado emitió un decreto que ordenaba el traslado de las osamentas. La remoción de los restos mortales empezó el 7 de abril de 1786, luego de que se acondicionaran, bendijeran y consagraran las canteras que se extendían al sur de la plaza Denfert-Rochereau. Al caer la noche, una procesión de sacerdotes, cantando el oficio de difuntos, precedía las carretas que transportaban los huesos hasta su nueva morada. Los viajes desde este y otros cementerios terminaron en 1860.
En el interior de las catacumbas
Por una escalera en caracol de 130 peldaños descendimos veinte metros. Nos esperaba una larguísima y estrecha galería. Avanzábamos bajo farolas de tenues luces y, de pronto, surgió ante nosotros una edificación esculpida en la roca. Se trataba de una reproducción en miniatura de la fortaleza de Puerto Mahón, Islas Baleares, una prisión donde los ingleses habían mantenido en cautiverio durante muchos años al “artista”, un veterano del ejército de Luis XV. Más adelante, un límpido iris de aguas turquesas cautivó nuestros ojos desde lo profundo de un pozo.
Dos pilares con figuras geométricas blancas sobre un fondo negro parecían sostener la antesala a las catacumbas. En el dintel de la puerta de entrada, una inscripción exhortaba a no traspasar el umbral: “¡Detente! Este es el imperio de la muerte”. Sentencias parecidas, poemas y diversos textos profanos o religiosos sobre la fragilidad de la existencia humana se iban sucediendo a lo largo de las interminables murallas tapizadas de cráneos y fémures. Las osamentas de unos seis millones de parisinos yacen en esos 780 metros de galerías que se pierden en la oscuridad. Un sentimiento de sobrecogimiento se apoderó de mí en La Cripta de la Pasión: un inmenso pilar en forma de tonel, recubierto con cráneos y tibias, se erguía en su centro.
No bien reemprendí la marcha, un hombre de edad avanzada comenzó a seguirme. Cuando me detuve frente a un sarcófago, se me acercó y me explicó que aquella era la tumba de Gilbert, un poeta fallecido en 1780 a los 29 años de edad; que, en realidad, ese lecho mortuorio no encerraba sus restos y que de él, allí, solo perduraban sus versos. Todo esto me lo decía con los ojos de alguien que hubiese deambulado meses perdido por el dédalo de enmarañados y oscuros corredores.
Dado que en francés la palabra vers designa tanto los versos como los gusanos, le respondí que del poeta, después de tantos siglos, ni los vers de terre (gusanos de tierra) ni los verres d’eau (vasos de agua, vers y verres se pronuncian de igual manera) habían quedado. Me miró como si yo me hubiese escapado antes que él del asilo psiquiátrico y huyó despavorido. O quizás simplemente me confundió con el espectro de esa mujer que suele aparecérseles a los visitantes para señalarles, con su presencia, que morirán antes de finalizar el año.
Una escalera en caracol, más estrecha y de menos peldaños que por la que habíamos bajado, nos condujo a la salida. Arriba, un guardia, no bien emergíamos a la luz, nos exigía abrir los bolsos en previsión de que hubiéramos sustraído algún hueso. Aun a sabiendas de que no comprendería de qué le hablaba, le pregunté si él verdaderamente pensaba que yo deseaba tener detrás de mí a María Angula reclamándome de por vida que le devolviera una parte suelta de su anatomía. Me lanzó una mirada muy parecida a la del hombre de edad avanzada y me echó del lugar sin siquiera revisar mi mochila.