Generosidad: El amigo de la infancia

Por Gonzalo Peltzer
07 de Octubre de 2012

“Era igual, pero igualito a Stan Laurel, el Flaco de ‘El Gordo y el Flaco’, y parecía pintado por Norman Rockwell. Siempre usaba saco y corbata y no se sentaba en los bancos...”.

Un buen día descubrimos que la torre de la catedral de San Isidro no tenía llave ni candado. Unas escaleras muy normales llevan hasta el coro desde el fondo de la iglesia, pero desde ahí se podía subir un piso más y llegar al rellano, desde donde se tocaban las campanas gracias a unas larguísimas cuerdas como lianas de Tarzán.

Arriba de esa gran sala cuadrada de varios pisos de altura estaba el mecanismo mágico del reloj que da la misma hora a los cuatro puntos cardinales. Y encima del reloj se alojaban las campanas, de diferentes tamaños y tonos, con sus nombres grabados en el bronce empavonado. Más arriba, la escalera se convertía en precaria y se accedía por una trampa a la estructura de madera que sostiene la aguja. Llegábamos trepando hasta las últimas ventanitas, las que tienen las luces rojas obligatorias para espantar aviones y platos voladores.

Debíamos tener entre 8 y 10 años cuando subimos la primera vez los seis hijos varones de tres grandes amigos que vivíamos como hermanos. Ese día bajamos con algunas palomas que habíamos cazado en la oscuridad, porque ahí adentro había nidos de palomas y caca de murciélagos.

Tantas veces subimos a esa torre que ya era nuestra cuando al párroco se le ocurrió encargarnos que hiciéramos la colecta en la misa de 11:00, a la que asistíamos con nuestras familias, una por banco, todos los sanisidrenses. Nunca supimos si lo hizo para sacarnos de la torre o para mover la generosidad de los feligreses con nuestras caras infantiles y pintas desgreñadas.

Al terminar la colecta, vaciábamos los bolsas de telón de teatro. Estaban ensartadas en un aro y sostenidas por un palo que nos permitía llegar hasta el medio de los bancos. Entre las moneditas cantarinas y los billetes arrugados siempre aparecía uno nuevo, impecable, el más alto que hubiera en ese momento en circulación.

No nos costó mucho saber de quién podía ser. Bastó con indagar entre las fundas a los sospechosos que habíamos visto cada uno en el recorrido: el orejón, el flaco, el pelado, el cabezudo, el barrigón... En poco tiempo nos dimos cuenta de que el que ponía ese billete era Anchorena.

No teníamos ni idea de su nombre, pero Anchorena lo llamamos por ser apellido de gente rica de la Argentina y en lugar de medir su generosidad suponíamos que debía tener muchos de esos billetes.

Anchorena era igualito a Stan Laurel, el Flaco de ‘El Gordo y el Flaco’, y parecía pintado por Norman Rockwell. Siempre usaba saco y corbata y no se sentaba en los bancos; no venía con su familia ni entregaba moneditas a sus hijos para que ellos las pusieran en las fundas de la colecta, como hacía el resto. Asistía a misa apoyado en la base de una columna de la catedral y nosotros sabíamos que al que le tocaba esa columna en su recorrido encontraría el billete en su bolsa.

Solo lo sabíamos nosotros… y Dios, que ya se lo habrá agradecido en persona.

gonzalopeltzer@gmail.com

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