La vida es un mercado: Abusos cotidianos
“También entendí que los abusos de poder no son cosa de la política, sino reflejo de nuestra vida colectiva de todos los días”.
El mercado es casi tan antiguo como la humanidad. Existe desde que existe la ciudad y se organizó en plazas donde se concentraba la oferta y la demanda. Todavía llamamos plaza en el sentido marquetinero al lugar geográfico donde se vende una mercadería y la palabra tienda recuerda a las carpas que limitaban el espacio de los vendedores y le servían de refugio. El mercado subsiste tal como era hace miles de años y basta con pasear por cualquier pueblo del Ecuador –sobre todo en la sierra– en horas y días señalados para verlo. Pero si quiere algo más cómodo, se mete en un mall de la gran ciudad y verá exactamente lo mismo solo que actualizado con aire acondicionado, luces de neón y escaleras mecánicas.
Los mercados, malls y supermercados son espacios limitados donde convivimos por un tiempo con otras personas: tienen una autoridad, unas leyes y hasta policía. Hay bienes a nuestra disposición y espacios públicos para compartir. También propiedad privada representada en el carrito de nuestras compras. Quizá por eso son la metáfora perfecta de nuestra vida colectiva: conociendo el mercado se conoce cómo nos tratamos los vivos del mismo modo que en los cementerios vemos cómo se trata a los muertos.
Hace un par de semanas entré con dos personas (sí, eran mujeres, pero no daré más datos) en el supermercado de una ciudad lejana de la Argentina. Teníamos que comprar algo para comer en el carro antes de cruzar la frontera con Bolivia. Yo llevaba la plata y ellas la experiencia, así que entramos los tres juntos. Al pasar la fila de las cajas y sin mediar palabras, una de ellas se quedó en la cola mientras la otra siguió rauda hacia los fiambres y los panes. Iba seleccionando mercadería que desechaba cuando encontraba algo mejor. Pan, queso, salames, mayonesa... quedaban en el lugar de las pastas, las conservas o el papel higiénico. Cuando llegamos a las cajas, la que esperaba vio lo que llevábamos y decidió corregirlo, así que ocupamos su lugar mientras ella volvió a las góndolas. Por supuesto que no llegó al tiempo que nos alcanzaba la caja, así que paramos toda la cola un buen rato, pero a nadie le importó porque todos hacen lo mismo: cuando los atienden a ellos se friega el resto de la humanidad.
Al ver cantidad de mercadería perecedera regada cerca de las cajas pregunté una vez a la cajera si esto ocurre a menudo: todo el tiempo me contestó. Cuando hacen las cuentas los clientes dejan cosas y no les importa dónde; así se echan a perder muchos alimentos. Me contaron que quedan carritos repletos de mercadería en los pasillos: es gente que viene a pasear y hace que compra, quizá para sentirse prósperos por un rato. Y también es habitual que sigan comprando desde la cola con artimañas de todo tipo. O que casi nadie respeta las cajas rápidas: cuando hay cola y la cajera cuenta la mercadería, ya es imposible volver para atrás.
Hace tiempo que tenía esa sensación de soledad en los supermercados y aquel día aprendí por qué. Y también entendí que los abusos de poder no son cosa de la política, sino reflejo de nuestra vida colectiva de todos los días. (O)