Panqueso: Cuando el fútbol era un suplicio
“Se enfrentan los dos capitanes a unos metros de distancia y se van acercando con pasos en los que el talón de un pie se apoya en la punta del otro”.
Casi todos los días, especialmente en los feriados y en época de vacaciones, nos juntábamos los amigos de barrio debajo de un cedro del Paseo de los Paraísos en San Isidro (Buenos Aires). Éramos los hijos varones de cuatro familias bastante generosas. Muchas veces se unían los invitados de cualquiera de nosotros hasta formar un grupo interesante. El fútbol no era lo único que hacíamos, pero era un suplicio.
Para formar los equipos, se realizaba una criba fatal que hoy sería denunciable ante el tribunal de la discriminación. Los dos mejores jugadores elegían a sus equipos entre el resto de los candidatos. El procedimiento se llama panqueso y es más o menos así: se enfrentan los dos capitanes a unos metros de distancia y se van acercando con pasos en los que el talón de un pie se apoya en la punta del otro. Uno es pan, el otro queso. Y así, pan, queso, pan, queso, pan, queso… termina uno pisando al otro y ganando el derecho a elegir primero entre los que mirábamos la maniobra.
Por supuesto, nunca me tocó ser capitán y en ese deshojarse la margarita terminaba siempre al final. Era el último que elegían, el de la escoba. Solo me superaba algún desconocido que por su atuendo o pinta era tan patadura como yo. O era yo mismo, pero cuando iba invitado a casas de amigos en las que se seguía el mismo procedimiento. No importaba si la cancha era grande o chica, si tenía arcos o usábamos un par de camisetas en el suelo para marcar la meta. Si era inclinada, de asfalto, con árboles en el camino o autos en la vereda. Siempre me elegían al último y les daba lo mismo para quien jugara si el número de jugadores era par. Pero si era impar y los candidatos escasos, un equipo de cinco contra otro de cuatro hace diferencia hasta con pataduras, pero ahí venía lo peor.
La mayoría de las veces –pero sobre todo cuando desequilibraba el número– me tocaba ir al arco. Eso les daba a los cracks la posibilidad de aprovechar a su favor el jugador de más y hacer goles, que entonces no se festejaban como ahora por culpa de la televisión. Pero hay que enfrentarse con un energúmeno que viene a todo lo que da dispuesto a fusilarte de un pelotazo. Era un colador y en cuanto los contrincantes lo sabían, tiraban al arco sin piedad.
Si el partido iba bien para mi equipo, rogaba al cielo que no se les ocurriera emparejarlo. Pero no servía: cuando íbamos ganando 6 a 2 y parecía un triunfo asegurado, uno de los capitanes paraba el partido y pedía un jugador al otro equipo. Obligado a desprenderse de uno de sus hombres, el capitán de mi equipo elegía al peor, al más tronco… me elegía a mí, que terminaba en el arco contrario. ¡Me cambiaban al equipo perdedor! Una condena por donde se la mire.