Traficante de afectos: La apuesta
"Desde entonces lo veo poco y todo termina así, a pesar que de la apuesta no volvimos a hablar y por supuesto que no la pagó ni la piensa pagar, pero eso a mí ya no me importa porque no me importó jamás”.
Un día del 2012 hice una apuesta con un traficante de afectos, lo confieso para que sirva como consejo por lo menos para el 2013. Estaba en un bar de abajo del hotel Plaza de Buenos Aires concretando con tres amigos los detalles de un negocio cuando uno de ellos dijo que arriba del hotel Presidente hay un gran cartel de Radio 10.
Como vivo al lado de este hotel le contesté que estaba seguro de que no hay tal cartel. Entonces me dijo que yo no sabía nada y que ese cartel estaba allí y que me apostaba cien mil dólares que ese cartel estaba allí. Bueno, le dije, pero vas a perder... ¡Vos vas a perder! Me contestó y me tendió la mano derecha mientras ponía cara de tahúr de plástico.
Según las reglas universales de la apuesta cuando le di la mano quedó sellada la nuestra delante de dos testigos que no me dejan mentir porque presenciaban la escena con una taza de café cada uno y yo con una cerveza y unas papas fritas.
¿Y el cartel? Le pregunté al día siguiente para saber si había pasado por la avenida 9 de Julio desde donde se ve completo el hotel Presidente… ¡Estaba ahí! Me contestó… ¡hace meses estaba ahí! No sé, le dije, lo cierto es que no está y que perdiste la apuesta. ¡No perdí nada la apuesta porque en ese lugar hubo un cartel de Radio 10!
Bueno, le dije, y yo tengo una tía en Laredo: me debes cien mil... A ver... me contestó, ¿si vos hubieras perdido me hubieras pagado la apuesta? ¡Claro! Le dije con seguridad que nadie creería pero eso no importa porque no pasó. Me debés cien mil. ¡No señor! insistió… hace un tiempo en ese hotel había un cartel y vamos a averiguarlo. No hace falta, le contesté. Si no está no hay nada que averiguar, perdiste la apuesta y ya está...
Fue entonces cuando pasó algo que todavía me da entre lástima blanca y bronca negra: ¡vos me odiás!, me dijo y cambió para siempre el eje de cualquier conversación que pudiera tener con mi examigo. Para colmo uno de sus hijos se llama como yo y siempre pensé que era pura coincidencia, pero en medio de la rabieta me gritó con cierta furia ¡yo le puse tu nombre a mi hijo! Bueno, le dije, cosa tuya, pero ni eso va a cambiar el cartel del techo del hotel Presidente.
Desde entonces lo veo poco y todo termina así, a pesar que de la apuesta no volvimos a hablar y por supuesto que no la pagó ni la piensa pagar, pero eso a mí ya no me importa porque no me importó jamás.
No soy psicólogo ni lo quiero ser porque descubriría a los psicóticos, a los psicópatas, a los cleptómanos, a los piromaniacos y a los asesinos seriales y a los traficantes de afectos y no hablaría ni con mi misma sombra.