Historias que matan
“Caminando por la ciudad uno imagina o encuentra historias y personajes. Por eso te vuelvo a declarar: Guayaquil, me matas; la vida y la muerte están en tus calles”.
Leyenda de amor: Aquella noche en que los españoles incendian la aldea, el cacique Guayas descansa junto a Quil. La salvación es huir a la isla Santay. Lo hace Quil acompañada de dos remeros. El cacique ve el fuego que cada vez está más cerca. Intenta abordar la nave, lucha pero es sometido. Mientras los remeros bogan por el río Guayas con Quil de tripulante, los españoles interrogan a Guayas interesados por los tesoros, este promete entregárselos, pero que lo dejen libre junto a Quil. Los españoles la atrapan a orillas de la Santay y exigen: “Venga el tesoro o Quil muere, nos vas a dar, ella pesa en oro”. Un soldado la levanta y dice: “Pesa ciento diez libras”.
Guayas informa al jefe español que el tesoro está bajo una roca y presta un puñal para levantar esa piedra. Cuando le entregan el arma, se lanza sobre la desmayada Quil y le hunde el puñal en el corazón. Luego hiere su pecho y antes de desplomarse dice que él tenía dos tesoros: su cabaña que acaban de incendiar y a Quil, que ha matado para llevarla a la Mansión del Sol.
Los españoles con el oro en su poder abandonan los cuerpos. Horas más tarde, un huancavilca encuentra los cuerpos de los amantes. Cava dos fosas al pie de la colina Santa Ana y cuando va a enterrar al cacique Guayas, descubre que está vivo y se lo lleva consigo.
Al mando del capitán Daza, los españoles se establecen en las márgenes del río Guayas. Dos meses después, 16 cabañas están habitadas por 75 invasores españoles. Pero los huancavilcas no olvidan aquella afrenta mientras su cacique Guayas recupera sus fuerzas.
Ocho meses después, 2.000 huancavilcas rodean e incendian la población que en instantes queda en cenizas. 70 españoles mueren, 5 logran escapar. El caserío llamado Guayaquil queda en escombros.
El cacique Guayas, satisfecho de su venganza, visita el sitio donde estaba enterrada Quil y llora hasta la aurora. A primeras horas del siguiente día, sube a la cima del cerro Santa Ana, ve las mansas aguas del río Guayas y se lanza al abismo. Nuestra legendaria fundación fue una trágica historia de amor.
Espera a son de blues
La noche es negra como pelaje de loba. A bajo volumen suena All blues y es como si Miles Davis marcara los compases de Justine, que espera fumando su séptimo cigarrillo. El humo dibuja formas extrañas y expande su olor. Ella desde lo alto de la ventana fija su mirada en una calle vacía de Guayaquil.
Una lámpara ilumina al cenicero convertido en cementerio de puchos abatidos como amantes desolados. Al lado reposa una botella con cinco dedos de vino y dos copas, una llena y otra ya vacía.
La noche y los cigarrillos se consumen. Ella observa la nada y siente la desolación de su lecho. En las últimas chupadas, el tabaco le sabe a mierda de vaca. Justine observa la camisa que descansa sobre el respaldar de la silla. Sus pies descalzos sienten las baldosas frías de muerte y derrota. Y All blues le suena a un homenaje mortuorio al cuerpo amado pero ausente.
Al terminar All blues, Justine apaga el cigarrillo que le sabía a mierda de vaca, ella como otras noches debería apagar la luz y ponerse aquella camisa para dormir y sentirse abrazada por el perfume de su amante ausente.
Pero esa noche negra como pelaje de loba, Justine no decide si aullar de soledad o lanzarse a volar por la ventana.
Viviendo en el mall
Guayaquil deja de existir cuando entra al mall. Sabe que se encontrará con sus amigos. Jubilados, viudos o desempleados que ya nadie emplea por viejos. Antes se reunían en bares y cafeterías, mentideros para hablar de política, fútbol y mujeres. Pero Guayaquil se volvió peligrosa. Se sienta, abre el periódico y mientras espera, observa a las mujeres bonitas. Mirar no hace daño, tampoco leer el periódico de cabo a rabo. Cuando en los obituarios encuentra a un conocido que emprendió el último viaje, agradece a Dios por amanecer vivo.
Muy cerca, una mujer de anteojos y bolso inmenso se sienta bajo una palmera ornamental y discretamente desaloja los pies de sus zapatos. Aliviada respira hondo. Más allá descubre al señor que ve todos los días. Desde que se jubiló vive en casa de su hija y se siente como diabla en botella. Pero Guayaquil y su gente han cambiado. Se siente más segura en el mall y prefiere el aire acondicionado al calor infernal de las calles. Cuando llegue su comadre tomarán un café y conversarán. Mientras tanto, de reojo, ve que el señor del bastón sigue leyendo el periódico.
Todos los días, al final de la tarde, el señor del bastón y la jubilada retornan solos a casa. Todas las noches, cuando los centros comerciales se cierran, sus visitantes abandonan esa cápsula de vidrio con aire acondicionado. Caminan por aquellas aceras y calles marcadas por cicatrices y encantos urbanos. Es cuando Guayaquil les abre los brazos de asfalto y los acoge en su vientre oloroso a río y estero. Guayaquil, me matas. (I)