La mejor jugada del chico del sur
Cristhian Noboa luchó contra estereotipos, soledades, barreras culturales y hasta contra el clima más cruel para destacarse como futbolista en Rusia y ganarse un espacio en la selección ecuatoriana que irá al Mundial de Brasil 2014.
A través del correo electrónico, y pocas horas después de jugar en Nueva Jersey el partido amistoso contra Argentina, el futbolista Cristhian Noboa menciona que este año le ha traído el momento más feliz y el más triste como deportista.
El más alegre: “Me quedo con la clasificación al Mundial. Fue algo que soñé toda mi vida y al verlo conseguido así, con tanto esfuerzo, la verdad fue todo felicidad”.
El más triste: “La pérdida de nuestro amigo hermano Chucho (Benítez). Yo estando tan lejos sin poder ir a Ecuador a darle el último adiós... Fue algo que aún no creemos que haya pasado y tratamos de recordarlo en cada partido”.
Las memorias amargas y dulces se mezclan en el coctel de añoranzas de este guayaquileño de 28 años que juega para el Dínamo de Moscú, ciudad en la que habita con su esposa rusa (Olya) y dos hijos (Christopher y Lucas) en una casa de tres pisos y cinco habitaciones en el barrio de Ximki.
Ese es el refugio que solo abandona junto con su familia para escapar de la rutina a los centros comerciales y restaurantes, “o cuando el clima nos ayuda nos vamos al zoo o a la piscina”.
Hoy luce totalmente afianzado con su carrera en Rusia, siendo reconocido como Cris Naboa (según se pronuncia su apellido en ruso) o el Zar, repartiendo por donde va autógrafos, fotografías, apretones de mano y besos en mejillas. Por ello, resulta curioso conocer que su llegada a Europa tuvo su cuota de dramatismo.
Hace casi ocho años
Sentado en la sala de arribos internacionales del aeropuerto de Estambul (Turquía), Cristhian Fernando Noboa Tello estaba tan preocupado que pensaba incluso en la posibilidad de hacerse deportar para regresar a su natal Guayaquil, ya que el dinero no le alcanzaba para pagar el pasaje de vuelta a casa.
Su consternación era válida: este exjugador de Emelec había despegado de Ecuador un día antes, el 2 de enero del 2007, con la intención de integrarse a la pretemporada de su nuevo equipo, el Rubín Kazán (Rusia). Pero tras bajarse del avión, nadie había ido a recibirlo.
“Rezaba para encontrar a alguien (que me recogiera), pero salí y no vi a nadie. Comencé a sudar diciéndome ¿qué hago, qué hago?”, recuerda el seleccionado sobre ese episodio que lo asaltó totalmente solo, con apenas 21 años de edad, en un país de lengua desconocida y sin más esperanza que la promesa de que alguien iría a acompañarlo.
Aquella fue una prueba más para el carácter de este joven nacido el 9 de abril de 1985 en el hogar formado por Sonia Tello y Fernando Noboa, contralmirante de la Marina, quienes desde que su hijo tenía 8 años escucharon su interés por convertirse en futbolista.
“Con mi hermano Roberto no pedíamos más regalo que una pelota”, recuerda. Así que desde muy pequeño su mamá lo inscribió en las divisiones menores del club Filanbanco, tras lo cual pasó a El Nacional y, con 15 años, ya era jugador juvenil de Emelec.
“Al graduarme del colegio, mi papá quería que continuara en la escuela naval, pero yo le dije que me dejaran dedicarme un año al fútbol. Si no funcionaba, escogería otra carrera”, indica en una entrevista subida a internet.
Y sus padres se lo permitieron. Lo liberaron en el campo de césped para que la pelota fuera una herramienta que trató con tanto empeño que debutó en primera categoría de Emelec a los 19 años, teniendo como entrenador al argentino Néstor Craviotto.
Así comenzó a ganarse el cariño de una afición eléctrica que comenzaba a gritar su apellido desde las graderías, ese mismo apellido de tono pelucón que provocaba que algunos de sus compañeros lo señalaran como aniñado y niño rico.
Pero cuando se enteraban de que era solo un adolescente que vivía en la Base Naval sur (cerca del Puerto Marítimo), viajaba en buseta, peloteaba en la calle y comía encebollado, sus colegas le retiraron esa etiqueta de ricachón que incluso le provocaba fricciones con su posterior entrenador, Carlos Torres Garcés.
“Él me decía que yo le daba dinero a la (barra de la) Boca del Pozo para que gritara mi nombre. Yo le respondía que aquello era imposible... Además, que yo no tenía plata”, indica.
Aquellas primeras fricciones no impidieron que con el tiempo lograra convencer al técnico y ganarse un puesto en el equipo titular de Emelec que logró el vicecampeonato en el 2006, y que fue superado solo por El Nacional.
Esa buena actuación lo llevó a jugar con la selección nacional un partido amistoso con España, pero sobre todo a captar la atención del entrenador del Rubín Kazán, Gurban Berdiyew, quien le ofreció un contrato para formar parte de ese equipo de la primera división rusa.
Sí lo recogieron
El estrés de sentirse abandonado en el aeropuerto de Estambul terminó cuando un español llegó forrado con disculpas. Había llegado tarde debido al tráfico, tras lo cual lo condujo para tomar un vuelo interno para reunirse con su nuevo equipo: el Rubín Kazán, originario de la octava ciudad más poblada de Rusia, Kazán, con aproximadamente un millón y medio de habitantes.
“Decían que me cuidara del frío, pero llegado a Turquía no hacía tanto, unos 12 grados, como Quito… Pero cuando llegué a Kazán me topé con 15 grados bajo cero. Me congelaba”, indica ese guayaco tropical que nunca había visto la nieve. “Así que me dije: yo debo probarla. Busqué un lugar limpio y agarré algo de nieve para comer… Me dio neumonía durante una semana”, comenta sobre ese episodio que dejó muy preocupada a su mamá, Sonia Tello.
Ese primer año de adaptación en Kazán fue difícil, señala ella. “Él tenía propuestas de otros equipos para regresar al Ecuador, y nosotros en casa le decíamos que lo considerara, que se viniera de vuelta a Guayaquil”, cuenta su progenitora. Ante esos comentarios, Cristhian se contestaba internamente: “De aquí no me mueve nadie... Había mucha gente en Ecuador que decía que no duraría en Rusia. Esa fue una motivación para esforzarme”.
Realmente sí fue un primer año difícil. Se moría de frío, no se acoplaba a sus compañeros, pasaba los ratos de ocio sin tener con quien conversar y la única persona que le hablaba en español era su traductor.
Esa barrera idiomática le favorecía solo cuando su técnico, Gurban Berdiyew, lo insultaba en ruso, porque no lo entendía. “Se la pasaba corrigiéndome, gritándome, reclamándome. Yo me decía: ¿cómo así este entrenador me trae desde tan lejos para luego tratarme así?”.
Pero con el tiempo comprendió que Berdiyew solo quería sacar lo mejor de él, pulirlo como jugador. “Yo era un enganche (centrocampista), yo no marcaba. Pero él me enseñó a luchar en la recuperación de la pelota, a ser un jugador completo”, reconoce Cristhian, quien llegó a convertirse en el capitán del equipo, bicampeón de Rusia (2008 y 2009) e ídolo de Kazán.
Su entonces novia y actual esposa, Olya, lo ayudó a entender a los rusos, quienes al principio son secos y fríos, casi indiferentes. Así mismo se mostró ella cuando se conocieron, pero Cristhian también apeló a su obstinación porteña.
Él estaba en un restaurante con un amigo cuando vio a dos chicas en una mesa cercana. Le gustó una. Se atrevió a acercarse para decirle “speak English?”. Ella lo miró de pies a cabeza con desdén y le respondió: “No”. Él se retiró desanimado. Pero allí no acababa la batalla. El amigo de Cristhian se hizo amigo de la compañera de mesa de Olya y consiguió así una segunda oportunidad de conocerla.
Después de una hora de indiferencias de ella, “yo le lanzaba las pocas palabras de ruso que conocía. Y ella comenzó a reírse”. Salieron los cuatro durante un mes, hasta que él le dijo que prefería salir a solas con ella. Y ocho meses después le propuso matrimonio, en ruso. “Creo que sí entendió”, bromea.
Olya fue la alegría que lo ayudó a consolar la tristeza de la lejanía, el nexo definitivo que le permitió conectarse con Rusia, un país que le puso una prueba más cuando lo transfirieron al Dínamo de Moscú. “Salía de ser capitán del Rubín Kazán, un equipo de jóvenes, para llegar a otro con jugadores famosos, mucho más experimentados. Al principio no me acoplaba. Y cuando las cosas no van bien, ¿quién es el culpable? El nuevo”.
Pero él perseveró, entrenando sobretiempos con el viento helado que le partía la cara, reafirmando su valor como deportista en ese país que ahora considera su segundo hogar. Porque Ecuador siempre, siempre, siempre será el primero.
Por eso aprovecha cada ocasión para visitar a sus padres y hermanos. “Esta Navidad la pasaremos todos juntos en Guayaquil y el fin de año en Salinas”. También visitará a los amigos de siempre, caminará por aquellas calles entrañables, escarbará las novedades de su terruño y se comerá un encebollado exagerado en aquella picantería del norte que siempre frecuentó.
Todos son ritos nacidos de la nostalgia, jugadas felices que le permiten la vida, un trago dulce de su coctel de añoranzas, en fin, un premio ganado porque siempre le ha gustado persistir dentro del vértigo de una montaña rusa de rieles oxidados y brillantes.
Fuentes de apoyo: Tricolores (Teleamazonas) y Ecuatorianos en el mundo (Ecuador TV).