Bueno, que se diviertan... y mejor que se aburran
Es evidente que hoy nuestras obligaciones como padres no se limitan a alimentar, educar, cuidar y darles buen ejemplo a nuestros hijos, sino que hoy creemos que otro de nuestros deberes es mantenerlos siempre contentos o haciendo algo productivo. Gracias a que la cultura consumista nos ha convencido de que lo más importante en la vida es estar permanentemente entretenidos y a gusto, los padres hacemos lo posible para que los niños atiendan a toda suerte de clases, entrenamientos, paseos o actividades y que cuenten con toda suerte de aparatos (iPod, TV, computadora, celular, videojuegos, etc.) para que no se aburran cuando no tengan algún plan.
Lo inexplicable es que, a pesar de todo esto, los niños ahora viven más descontentos que nunca. Parece que al estar constantemente divertidos desde fuera no saben cómo conectarse y enriquecerse desde adentro.
La importancia de no hacer nada y de pasar algún tiempo tranquilos es algo que se desconoce en el mundo consumista. Contrario a lo que podría pensarse, los ratos en silencio y quietud benefician mucho a los hijos porque ahí tienen la oportunidad para descubrirse, conocerse, soñar, reflexionar, crear... Cuando están solos, sin distracciones, sin amigos, sin “nada que hacer”, aun cuando se aburran a ratos, tienen el espacio para desarrollar su creatividad, dar rienda suelta a su imaginación, idear lo que quieren para su futuro, o expresar artísticamente sus sentimientos.
Pero gracias al activismo en que los mantenemos hoy los niños están aprendiendo a vivir constantemente conectados con otros, con máquinas, con el mundo exterior... pero desconectados de sí mismos. En esta forma impedimos que ellos puedan revisarse, escuchar su corazón y tener la oportunidad para descubrir quiénes son y para dónde van. Y así no pueden disfrutar del milagro de su vida, maravillarse con la creación ni descubrir las capacidades y los talentos que tienen para aportarle al mundo. Y lo que es más importante, tampoco tendrán el espacio para ponerse en contacto con lo más bello de sí mismos... con aquello que llamamos el alma, esa dimensión donde se cultiva su mayor riqueza: la abundancia espiritual.