Los valores se inculcan
Como durante la infancia los hijos veneran a sus padres y quieren imitarnos en todo, nosotros somos sus mejores maestros en materia de los valores que les servirán de principios para regir su vida. Esto significa que nosotros somos los libros en los que ellos aprenden los valores que deben regular su proceder moral a través de las lecciones que les damos con nuestro proceder cotidiano. Así, la cuestión no es cómo hacer para enseñárselos, sino qué les estamos diciendo con nuestra forma de proceder. Así, ¿será que la forma como tratamos a quienes nos sirven sí les está estableciendo que el respeto es un valor para nosotros? ¿Será que nuestra puntualidad en el trabajo o nuestro cumplimiento con los pagos sí les está mostrando que deben responder por sus obligaciones? ¿Será que la lealtad con nuestra pareja y la seriedad con que asumimos nuestros compromisos sí dan fe de nuestra honorabilidad?
Los valores son el resultado de lo que se cultive en lo más profundo del corazón de los hijos y por lo mismo no se imponen desde fuera sino que surgen desde dentro, como resultado del ejemplo que les demos sus padres. No son el producto de exigirles que hagan lo que les decimos sino de mostrarles con nuestra conducta lo que significa obrar bien; y tampoco hay que demandarles autoritariamente que nos obedezcan y respeten sino de ganarlo en virtud de nuestra autoridad como personas íntegras.
Educar en valores es cultivar amorosamente el buen corazón de los hijos, es entusiasmarlos a obrar bien y seducirlos a dar lo mejor de sí. En esta forma su solidez moral no será una lección aprendida sino una experiencia de vida, que será evidente en la alegría, la integridad y la paz que irradien.
Tres cosas son urgentes para que los esfuerzos de las instituciones educativas en materia de valores tengan resonancia. Una, es que los padres les mostremos con mucha claridad lo que queremos ver en los hijos. Dos, que los amemos tanto como para estar dispuestos a hacer cuantos sacrificios sean necesarios para estar muy cerca de ellos de manera que nos admiren tanto como para que deseen imitarnos. Y tres, que nos cuestionemos constantemente para estar seguros de que nuestros actos están alineados con los principios que pregonamos. (O)