El Alquimista en Australia: Compartir el alma
“Los campos estaban definidos. El público se relaja, el ambiente se carga de electricidad, la entrevista se transforma en un verdadero debate, y todos terminan satisfechos con el resultado”.
Melbourne, Australia
Subo al escenario con la aprensión de siempre. Un escritor local, John Felton, me presenta y comienza a hacerme preguntas. Antes de que pueda concluir mi raciocinio, ya me interrumpe haciéndome una nueva pregunta. Cuando respondo, comenta algo del tipo “esta respuesta no ha sido muy clara, que digamos”. Cinco minutos después, se percibe un malestar entre el público. Recuerdo a Confucio, y hago lo único que se puede hacer en tal circunstancia:
-¿Te gusta lo que escribo? – le pregunto.
-Eso ahora es irrelevante –responde. –Además, soy yo quien hace las preguntas.
-Es muy relevante, ya lo creo. No me estás dejando terminar mis argumentos. Confucio dijo: “Siempre que sea posible, debes ser claro”. Vamos a seguir este consejo y dejar las cosas claras: ¿A ti te gusta lo que escribo?
-No, no me gusta. Solo leí dos libros, y los encontré pésimos.
-De acuerdo. Ahora continuemos.
Los campos estaban definidos. El público se relaja, el ambiente se carga de electricidad, la entrevista se transforma en un verdadero debate, y todos –Felton incluido- terminan satisfechos con el resultado.
Melbourne, Australia
Me encuentro con Colin Wilson, hoy un autor consagrado. Conociendo el tema de mi nuevo libro, él me recuerda un texto que escribió, relatando su intento de suicidio a los dieciséis años:
«Entré en el laboratorio de química de la escuela, y tomé la redoma de veneno. Lo vertí en un vaso delante de mí, lo miré bastante, me fijé en el color, e imaginé el sabor que tendría. Entonces acerqué el ácido a mi cara, y sentí su olor. En este momento, mi mente dio un salto al futuro, y yo pude sentirlo quemando mi garganta, y abriendo un agujero en mi estómago.
»Me quedé durante un tiempo sosteniendo el vaso en mis manos, saboreando la posibilidad de la muerte, hasta que finalmente me dije a mí mismo: si tengo valor para matarme de una forma tan dolorosa, también tengo el valor necesario para seguir viviendo»
Brisbane, Australia
Una vez terminada la conferencia, salgo del auditorio para firmar ejemplares del libro. Como hace una tarde estupenda, los organizadores han puesto la mesa de autógrafos al aire libre, fuera del edificio de la biblioteca.
Las personas se aproximan, conversan y –aunque yo esté tan lejos de casa– no me siento un extraño: mis libros llegaron aquí antes que yo, comunicando a los lectores mis emociones y sentimientos.
De repente, una jovencita de veintidós años se acerca, se salta la cola de autógrafos, y me dice frente a frente:
–No he conseguido llegar a tiempo para la charla, pero tengo que decirle algunas cosas importantes.
–Va a ser imposible –le respondo–. Tengo que seguir firmando libros una hora más, y después tengo una cena.
–No va a ser imposible –responde–. Me llamo Kerry Lee Olditch. Lo que tengo que decirle puedo hacerlo aquí y ahora, mientras usted firma autógrafos.
Y antes de que yo pueda reaccionar, saca de su mochila un violín, y se pone a tocar.
Sigo dedicando libros durante una hora, al son de la música de Kerry Lee. Las personas no se marchan –se quedan para ver aquel concierto inesperado, contemplando la puesta de sol, entendiendo lo que ella necesitaba decirme, y que de hecho me estaba diciendo.
Cuando termino, ella para de tocar. No hay aplausos; no hay nada, apenas un silencio casi palpable.
–Gracias –le digo.
–Todo en esta vida es cuestión de compartir el alma– responde Kerry Lee.
Y de la misma manera que llegó, se marchó.