Iluminación espiritual: El problema de los otros

Por Paulo Coelho
06 de Septiembre de 2015

“Si ustedes quieren, pueden escoger entre pasar a tener el problema que está escrito o pedir a otro que les entregue el que colocaron en la cesta”.

Érase una vez un sabio muy conocido que vivía en una montaña del Himalaya. Cansado de convivir con los hombres había elegido una vida sencilla, y pasaba la mayor parte del tiempo meditando. Su fama, sin embargo, era tan grande que las personas estaban dispuestas a andar por caminos estrechos, subir colinas escarpadas, vencer ríos caudalosos solo para poder conocer a aquel hombre santo, al que juzgaban capaz de resolver cualquier angustia del corazón humano.

El sabio, como era un hombre lleno de compasión, daba un consejo aquí, otro allí, pero procuraba siempre librarse pronto de los visitantes indeseados. A pesar de ello, estos aparecían en grupos cada vez mayores, hasta que cierto día una verdadera multitud golpeó su puerta diciendo que el diario local había publicado una amplia nota sobre él, incluyendo varias historias hermosas e interesantes a su respecto, y todos estaban seguros de que él sabía cómo superar las dificultades de la vida.

El sabio no dijo nada, solo les pidió que se sentaran y esperasen. Pasaron tres días y fue llegando más gente. Cuando ya no había espacio para nadie más, él se dirigió al grupo:

—Hoy voy a dar la respuesta que todos desean. Pero ustedes tienen que prometerme que, una vez que tengan sus problemas solucionados, les dirán a los nuevos peregrinos que me mudé de aquí, para que yo pueda seguir viviendo en la soledad que tanto deseo. Si insistieran en saber adónde fui, ustedes les enseñarán el ritual que haré a continuación, para que nadie pueda quejarse de que la verdadera sabiduría es inaccesible.

Hombres y mujeres hicieron un juramento sagrado: si el sabio cumplía lo prometido, ellos no dejarían que ningún peregrino subiera la montaña.

—Díganme sus problemas –pidió el sabio.

Alguien comenzó a hablar, pero pronto fue interrumpido por otras personas, puesto que todos sabían que aquella era la última audiencia pública que el santo hombre estaba concediendo, y tenían miedo de que él no tuviese tiempo de escucharlos a todos. Minutos después, ya se había creado la mayor confusión: muchas voces gritando al mismo tiempo, gente llorando, hombres y mujeres arrancándose el cabello de desesperación porque era imposible hacerse oír.

El sabio dejó que la situación se alargue un poco hasta que gritó:

—¡Silencio! La multitud se calmó inmediatamente.

—¡Siéntense en el suelo y esperen!

Todos obedecieron. Él entró en su pequeña cabaña y pronto volvió con hojas de papel, lápices y una cesta de mimbre. Distribuyó el papel, pidió que cada uno escribiese su peor problema, lo doblase en cuatro y lo colocase en la cesta.

Cuando todos hubieron terminado el sabio recogió la cesta y la sacudió bastante, de modo que los papeles quedaran bien mezclados. Luego la devolvió a la gente:
—Pasen esta cesta por todos, y que cada uno saque el papel que está encima y lea lo que está escrito. Si ustedes quieren, pueden escoger entre pasar a tener el problema que está escrito o pedir a otro que les entregue el que colocaron en la cesta.

Cada uno de los presentes cogió un papel, lo leyó y se quedó horrorizado. Concluyeron que aquello que habían escrito, por peor que fuese, no era tan serio como lo que afligía a su vecino. Dos horas después habían cambiado  los papeles y cada uno volvió a colocar en su bolsillo aquel donde había escrito su problema, aliviado por saber que su aflicción no era tan dura como se imaginaba.

Agradecieron la lección, bajaron de la montaña con la seguridad de que eran más felices que los otros y nunca más dejaron que nadie perturbara la paz del sabio. (O)

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