¿Para qué nos casamos?
Podríamos comparar la vida con una incierta travesía por las montañas, en la que durante los primeros años caminamos sus faldas y en la juventud recorremos unas primeras elevaciones que nos permiten desarrollar las capacidades que necesitamos para transitar los trayectos más empinados de la edad adulta. Aun cuando llegar a la cumbre implica inmensos esfuerzos, al final de la trayectoria podemos contemplar una panorámica infinitamente más amplia de nuestra existencia y gozar de la profunda satisfacción de haberlo logrado.
Como seres humanos llegamos a la cima de nuestro crecimiento personal, no cuando tenemos más años sino cuando logramos llegar a la cumbre de nuestra madurez y nuestras vidas dan fe de la grandeza de nuestras almas.
El matrimonio es un estado que puede ser ideal para tal propósito porque nos dota de una pareja para colaborarnos mutuamente en el proceso de crecer como personas. Nuestro mutuo apoyo es esencial para ascender en la vida y llegar a la cima de nuestra evolución personal.
Sin embargo, la finalidad de estar casados no es mantenernos dichosos, sino la de apoyarnos mutuamente para superar una suma de experiencias que incluyen tanto alegrías como penas, y que nos ayudan a crecer, así como a convertirnos en mejores seres humanos.
La felicidad no es un derecho que adquirimos porque nos amamos, sino que es el resultado de vivir procurando dar lo mejor de nosotros mismos a nuestro cónyuge e hijos, amándolos con generosidad en las buenas y en las malas.
Tampoco es un estado que alcanzamos por el hecho de estar casados, sino que es el producto de una existencia vivida en honor a la verdad y en armonía con los principios morales que rigen nuestra existencia.
Ser felices es, en última instancia, el fruto del amor que sembremos, de las buenas obras que cultivemos, de las satisfacciones que cosechemos y de las cimas que conquistemos a lo largo de nuestra vida. No hay logro que pueda aportar recompensas más satisfactorias que ofrecerle a los hijos un hogar feliz y lleno de afecto entre sus padres.
Es la armonía y solidez de nuestra relación la que les permitirá a los hijos desarrollar las cualidades que necesitan para que su vida conyugal sea un testimonio vivo de nuestra capacidad de amar. (O)