Camino de Santiago… a lo guayaco
Un guayaquileño que lleva diez años en Madrid comparte sus emociones en la más famosa ruta de los peregrinos.
Santiago de Compostela comparte con Jerusalén y Roma la condición de capital del cristianismo. Según la tradición, la ciudad fue alumbrada por un milagro allá por el año 813, cuando un anacoreta (hombre retirado para la oración) observó unas luces misteriosas que brillaban en el cielo sobre un bosque.
Posteriormente, el obispo de Iria Flavia, Teodomiro, dictaminó que aquellos destellos señalaban las tumbas de Santiago el Mayor y sus discípulos Atanasio y Teodoro, quienes llevaron el cuerpo del apóstol hasta Galicia tras ser ejecutado por orden de Herodes Agripa.
Una promesa cumplida
Esta aventura empezó hace año y medio. Fue a principios del 2011, cuando visité la ciudad de Santiago de Compostela, en la región española de Galicia, cuyo patrono da nombre a mi queridísima cuna, la ciudad de Guayaquil.
Al entrar en su famosa basílica quedé maravillado por su hermosura y por la extraña sensación de que allí había “algo especial”. Aunque no estaba tan cerca de la Iglesia católica como en mi adolescencia (los años pueden volvernos algo escépticos), quise pedir un deseo al apóstol con la promesa de que, si se cumplía, regresaría a la Catedral como uno de los miles de peregrinos que diariamente transitan el camino provenientes de todo el mundo.
Para mi suerte, a los pocos meses se cumplió mi deseo. Así que como buen guayaco decidido, no me quedaba otra que cumplir con mi promesa. Así se lo comenté a Reme, mi pareja, quien se entusiasmó por la idea y quiso acompañarme. La aventura sería en el mes de agosto.
Preparación previa
Nunca he sido muy deportista, por lo que debía prepararme. Aunque sea un poco. Para ello, en marzo empezamos haciendo unas caminatas en el monte de El Pardo, en Madrid, entrenamiento que un día me dejó lesionado del pie durante una semana. Pero, bueno, poco a poco fuimos agarrando el ritmo porque sabíamos lo duro que sería la ruta que emprenderíamos.
La preparación incluyó preguntarle a gente que ya había hecho el camino y consultas por internet, porque existen “varios caminos” que llevan a Santiago. Escogimos el denominado “camino francés” por ser el más conocido y decidimos hacerlo en cinco días, saliendo desde el pueblo gallego de Sarria, a 110 kilómetros de Santiago de Compostela, con lo cual cumpliríamos la ruta mínima de 100 kilómetros que estipula la Iglesia para dar por válida la realización del Camino.
Otro paso previo fue acercarnos a la iglesia de Santiago en Madrid para solicitar nuestro Libro de Credenciales, una cartilla necesaria que el peregrino debe sellar en cada pueblo que visita para acreditar el recorrido. Allí nos encontramos con los primeros peregrinos, lo que nos dio mucha ilusión para empezar nuestro camino.
Iniciamos la ruta
Día 1: Sarria-Portomarín. Llegamos a Sarria un domingo por la noche y a las 07:30 del día siguiente con la mochila al hombro empezamos nuestra aventura. Tras andar 5 minutos nos encontramos con el resto de peregrinos, y aunque íbamos a buen ritmo, todo el mundo nos adelantaba y saludaba con la expresión típica que nos acompañaría cada día “¡Buen Camino!”.
No sabía si nosotros íbamos muy lentos o los demás iban muy rápido, pero nos propusimos disfrutar de los distintos paisajes de la ruta, deteniéndonos de cuando en cuando para tomar fotos y descansar.
Algunas partes del recorrido me recordaban, aunque con más frío, a los senderos del Cerro Blanco, en Guayaquil, que recorrí hace muchos años. Durante el trayecto nos encontramos hitos que van marcando los kilómetros que restan para llegar a la ciudad de Santiago, algunos de ellos con pequeñas montañas de piedras dejadas por los caminantes. La tradición manda que si llevas piedras de tu lugar de residencia y las dejas encima de estos montículos debes pedir un deseo y este se cumplirá.
Durante diferentes tramos es muy común ver todo tipo de animales (vacas, caballos, ovejas, cabras, perros, gatos, burros, bueyes, gallos, gallinas…). Recuerdo una ocasión en la que observamos con curiosidad cómo los perros de pastoreo guiaban a una vaca que se había apartado del rebaño.
Al cabo de 23,5 kilómetros de trayecto, traducidos en siete horas, y tras cruzar un puente de piedra, llegamos a Portomarín, donde nos daba la bienvenida una larga escalinata que daba acceso al pueblo, y cuya magnífica iglesia románica (de entre los siglos XI y XII) nos compensó el esfuerzo del día.
Esa misma tarde, después de una agradable ducha en el hostal reservado y tras comer el menú del peregrino, me acerqué a la farmacia para comprar algún ungüento maravilloso que me calmara el dolor de los pies. Debo decir que no fui el único, ¡porque tuve que hacer fila! Esto me dio un poco de ánimo, pues ya no me sentía el único peregrino jodido en el Camino.
Día 2: Portomarín-Palas de Rei. Empezamos de nuevo muy temprano nuestro recorrido, ya que es preferible andar en horas sin sol. Cruzamos el antiguo puente de la ciudad para luego atravesar un tranquilo bosque de pinos, robles, eucaliptos y castaños.
Muchos tramos de esta ruta la compartimos con algunos ciclistas peregrinos. Recuerdo haber escuchado a más de uno quejarse de las “cuestas características” de Galicia. También disfrutamos de escuchar a un coro de peregrinas alemanas que cantaban gran parte de la ruta. Más caminantes que observamos: un anciano octogenario que había decidido cubrir el camino solo, una pareja de jóvenes que se aventuró junto a su mascota Tobby, un padre con su hijo pequeño en el coche de bebé, unas jovencísimas religiosas provenientes de una Hermandad de Alemania, un grupo de jóvenes andaluces, una pareja de jubilados ingleses, matrimonios españoles, viajeros coreanos y chinos, todos diciéndonos “¡Buen Camino!”, todos con un mismo destino…
Tras 8 horas infernales andando, con una ola de calor que nos acompañaría el resto de días, casi sin aliento llegamos a Palas de Rei. Nos esperaba una sorpresa al llamar a la dueña del hostal donde debíamos pernoctar: Emilia (así se llamaba) nos informaba que nuestra reserva estaba prevista para el día siguiente, por lo que no había habitación. Había que tener en cuenta que todos los hostales y albergues del pueblo estaban llenos y que, a pesar de haber visto varios lugares para dormir durante el Camino, ya estábamos muy cansados para ponernos de nuevo a andar. No obstante, todo quedó en una anécdota y se solucionó perfectamente porque encontramos donde pernoctar.
Día 3: Palas de Rei-Ribadiso de Baixo. Nos preparamos para empezar la etapa más bella y a la vez más dura del recorrido; nos esperaban 28 kilómetros de subidas y bajadas por tierra, piedras y asfalto.
Salimos a las 07:30 y empezamos atravesando un bosque de eucaliptos; pasamos por Casanova, donde se pueden pisar restos de una antigua calzada romana hasta llegar al poblado de Leboreiro, en donde nos detuvimos en una pequeña iglesia medieval que nos llamó la atención por lo bonita y antigua que era, y en la cual su párroco, después de sellarnos las credenciales, nos recomendó el pulpo a la gallega del siguiente pueblo: Melide.
Fue allí donde nos encontramos con una amable señora que recogía unas manzanas de su árbol para ofrecérsela a los peregrinos, y tras desearnos “¡Buen Camino!” continuamos el paso. Atravesamos un bonito puente romano y por fin llegamos a Melide, una pequeña ciudad con mucho ambiente festivo, pero nos faltaba mucho camino por recorrer, así que decidimos continuar sin probar el pulpo a la gallega.
Debido a la ola de calor que afectaba a España, ya nadie se esforzaba por adelantar a nadie. Cruzamos pequeñas aldeas de poco menos de cuatro casas, riachuelos donde la gente aprovechaba para refrescar sus cansados pies, pastos verdes llenos de ganado, largos y frondosos pasillos de entre espesos bosques, hasta que por fin divisamos nuestra meta del día, Ribadiso, donde está uno de los albergues más bonitos del trayecto.
Estaba literalmente “matao”, pero por suerte nos alojamos en un sitio muy familiar y acogedor, donde pude probar una sopa de crema de verduras del huerto, que me recordaba a la que me hacía mi madre cuando era niño.
Tras lavar la ropa en el lavadero al aire libre y tenderla en las cuerdas que nos ofrecieron en el hostal, pudimos ver cómo ordeñaban las vacas a escasos pasos de nuestras habitaciones; 100 cabezas de ganado, según nos aclararon. La leche se nos presentaría a la mañana siguiente, en el desayuno.
Día 4: Ribadiso de Baixo-Arca do Pino. Empezamos subiendo una pequeña colina hasta llegar a Arzúa, pueblo que cruzamos hasta adentrarnos nuevamente en el mundo rural. Lo que más nos llamó la atención fue encontrarnos con una innumerable cantidad de vacas durante el recorrido, además de varios “oasis”, en los cuales gente anónima pone a disposición de los peregrinos agua fresca, frutas variadas, tortas caseras y frutos secos por tan solo ‘la voluntad’, letrero expuesto en una cajita metálica cerrada que esperaba pequeñas contribuciones.
Continuamos el recorrido. Y aunque en esta ocasión la distancia era menor que en los días anteriores, mis pies y mis rodillas estaban resentidos: me dolían muchísimo hasta tal punto que pensé en abandonar. No sé si por la fuerza que te da el Camino, algo místico, o por la gente lugareña de la que recibes constantemente signos de positivismo y admiración, o más bien por el apoyo del resto de peregrinos que te ofrecen su ayuda y te animan durante todo el recorrido diciendo que ya falta poco para llegar, continuamos la andadura hasta Arca do Pino.
Alcanzamos la meta reventados y sin aliento, pero con la ilusión y el pensamiento de que solo faltaba un día para llegar a Santiago de Compostela.
Día 5: Arca do Pino-Santiago de Compostela. Nos levantamos a las 04:30 con la intención de poder participar en la célebre Misa del Peregrino, y que diariamente se celebra a las 12:00 en la Catedral de Santiago. Luego de prepararnos y tomar un pequeño desayuno, salimos a las 05:15 de una mañana oscura y fría.
Tuvimos que atravesar un pequeño bosque, ya unidos a otro grupo de peregrinos madrugadores provenientes de diversos países (rumanos, italianos, alemanes, croatas, canadienses e ingleses). Si no hubiera sido porque todos sabíamos que era parte del Camino, nadie se habría aventurado a atravesar el bosque ni de broma a esas horas de la madrugada, y solo iluminados por la escasa luz de la luna y tímidas linternas.
Al poco rato, y tras ver amanecer, llegamos al pueblo de Pedrouzo, en donde nos encontramos con muchos más grupos de peregrinos, por lo que se hizo un poco más fácil y llevadero el duro Camino que nos acercaba al Apóstol. Así fuimos avanzando hasta que, ¡por fin!, divisamos a lo lejos la ciudad de Santiago de Compostela. Nos acercábamos cargados de alegría, sentimiento que también se reflejaba en cada caminante que encontrábamos cerca. Ese trayecto lo compartimos, por ejemplo, con un grupo de jóvenes italianos que hacía una parada para rezar juntos el rosario; y otro grupo que iba cantando. Reconocimos a la mayoría de los viajeros: eran los mismos que nos habíamos encontrado a lo largo de la ruta, y que nos saludaban con la frase “¡Buen Camino!”, mientras que en este tramo final nos daban ánimos diciendo: “¡Vamos, que ya falta poco, lo vamos a conseguir!”.
Nuestra siguiente parada fue el mítico Monte do Gozo, desde donde pudimos divisar las torres de la basílica, y que se encuentra coronado por un gran monumento que conmemora la visita del peregrino Juan Pablo II. Se dice que el monte toma su nombre por el “gozo” que sienten los peregrinos al divisar la Catedral.
Faltaban 5 kilómetros y la emoción era cada vez mayor. Cruzamos la ciudad y nos encontramos con más peregrinos. Poco a poco nos adentramos en el casco histórico y, tras preguntar a una señora cuánto faltaba para llegar a la Catedral, nos enteramos que estamos a tan solo 15 minutos, ¡qué alegría! Faltaban un par de calles y todas las emociones nos inundaban y nos ponían la piel de gallina.
Finalmente atravesamos un pequeño y estrecho callejón, en el que un gaitero callejero puso música regional a la escena, que daba paso al gran momento: la entrada a la Plaza de Obradoiro, donde se encuentra la Catedral de Santiago de Compostela.
Ese momento es extraordinario. Llegas a sentir una emoción indescriptible que solo puedes expresar con lágrimas de alegría. Sientes que todo el sacrificio y esfuerzo que has realizado ha valido la pena, que el Camino ha sido muy duro pero que la recompensa ha sido muy grande. Reme y yo nos buscamos con la mirada para expresarnos “¡Lo conseguimos juntos!”, y tras abrazarnos y compartir al oído palabras de cariño, decidimos disfrutar de nuestro premio tumbados en el suelo, apoyando nuestras cabezas en las mochilas (como dicta la tradición). Ese premio era contemplar la Catedral, desde la cual el Apóstol parece darte la bienvenida y decirte: “Te estaba esperando”.
Podíamos habernos quedado horas contemplando la basílica, pero a las 12:00 teníamos una cita: empezaba la Misa al Peregrino.
La Catedral estaba totalmente llena de peregrinos, feligreses, turistas y curiosos. Al empezar la misa, el sacerdote dedicó casi 10 minutos a nombrar uno por uno los países de procedencia de los peregrinos que habían logrado llegar, y mi emoción se desbordó cuando oí mencionar al Ecuador.
Después de la misa, agotados, nos acercamos a la Oficina del Peregrino, donde nos dieron la enhorabuena por el Camino. Tras confirmar la autenticidad de nuestro recorrido a través de los distintos sellos estampados en nuestros sendos Libros de Credenciales, recibimos nuestra “Compostelana”, que es un certificado escrito en latín emitido por el Cabildo de la Iglesia de la Catedral, que autentifica que has completado el Camino por motivos religiosos.
Existen diversas motivaciones para realizar el Camino de Santiago, que pueden ser religiosas, promesas, desafíos personales, culturales, deportivos, turísticos o por el mero hecho de conocer gente.
Después de haberlo vivido puedo decir que en todos ellos existe algo místico, de búsqueda, que hace que se cumplan de sobra las expectativas de todo aquel que decide aventurarse a hacerlo.
Ha sido una de las mayores experiencias de mi vida, porque ni siquiera el más escéptico puede dejarse de maravillar por un momento de amor que se comparte con la fe y la esperanza. ¡Qué más se le puede pedir a la vida!