Neoyorquinos reviven la época dorada

10 de Mayo de 2015
  • Evento en la Asociación Down Town, un club privado que funciona en una mansión de 1887.
  • Delmonico Steak House, un recordatorio de la Edad de Oro.
  • Actores antes de una actuación en Serenata, en el Carroll Place.
  • Practicantes de artes marciales victorianas en el Club Bartitsu de Nueva York.
  • Scott Jordan excava pozos en busca de artefactos antiguos.
  • Artículos que se exhiben en el club The Explorers.
  • Rarities es un bar en el Palace Hotel de Nueva York.
Tony Perrottet | The New York Times

En Nueva York existen lugares y rincones que envuelven una atmósfera especial de una era que se ha convertido en el periodo histórico más mitificado de la ciudad.

Era la noche perfecta para una sesión espiritista. Manhattan estaba sepultada por la nieve y un silencio sepulcral pendía sobre la isla. Para unirme al ritual oculto, una fascinación particular de la Era Dorada, me habían dicho que me trasladara a la orilla más remota de Washington Heights y subiera una escalera hacia la Sylvan Terrace, una calle adoquinada de casas de madera de la década de 1880.

Una antigua villa llamada Morris-Jumel Mansion se asomaba detrás de una cerca de hierro en medio de la oscuridad. Me recibió un encargado con patillas a la souvarov y me escoltó a un salón octagonal, donde una docena de otros asistentes a la sesión estaban nerviosamente reunidos. Luego nos condujo al helado sótano y nos indicó que nos sostuviéramos –o en casos más susceptibles, aferráramos– las manos en torno a la mesa de madera.

Durante la siguiente media hora, suspendimos la desconfianza y comulgamos con el otro mundo a través de una médium. En la profunda oscuridad, un “espíritu” malévolo siseó, murmuró y vagó alrededor del grupo, provocando gritos histéricos cuando rozaba nuestra espalda. Realmente no había sido teletransportado a la Era Dorada –una época de cambio social tumultuoso que se extendió desde aproximadamente la década de 1870 a principios el siglo XX– y su fascinación por el espiritualismo y el más allá; la sesión espiritista ocurrió hace unas semanas como una parte del “teatro de inmersión” organizado por un grupo llamado Death’s Head Productions.

Unirme al evento no fue más difícil que hacer un recorrido en el tren C. Pero a nivel imaginativo, había dado un paso hacia otra época. Después, mis sentidos estuvieron muy alertas. Mientras hacía un recorrido por la mansión vacía, sus tablones se quejaban como una bestia viviente, poniéndome el cabello de punta en la nuca. Cuando fantaseé que vi moverse algo en un rincón oscuro, me dirigí al tren subterráneo.

Rincones dorados

Es axiomático que Nueva York ha sido indiferente desde hace tiempo a su pasado, derribando los restos físicos con alegre abandono. Hay un puñado de sobrevivientes famosos de la Era Dorada, quizá el periodo histórico más mitificado de la ciudad, incluidos el Gramercy Park, la Frick Collection y la Pierpont Morgan Library. Pero Nueva York ha sido privada de gran parte de su rico folclor de esa época. ¿En qué otra meca cultural se permitiría que el legendario nido de amor del arquitecto mujeriego Stanford White en la 24th Street, donde entretenía a coristas escasamente vestidas en un columpio de terciopelo rojo, se desmoronara y colapsara? ¿O se dejaría que el famoso Salón de las Suicidas de McGurk en Bowery, llamado así porque las prostitutas se suicidaban bebiendo ácido carboxílico, fuera derribado para dar paso a un condominio de cristal?

En quizá el último insulto simbólico, la casa de la niñez de Edith Wharton, en 14 W. 23rd St., es ahora un Starbucks. Y, sin embargo, persisten restos de la era, junto con un grupo incluso más sorprendente de neoyorquinos que mantienen viva esa era. Un poco de investigación revela una próspera subcultura de expertos excéntricos que celebran el pasado en formas que son creativas, contemporáneas y bastante divertidas. Y por ello decidí embarcarme en mi propio recorrido de inmersión en esos vestigios de la Era Dorada.

El invierno en Manhattan ofreció una atmósfera de época adecuada, dando a sus calles un tono brumoso y a los residentes de la ciudad una palidez tuberculosa. Mi primera escala, bastante naturalmente, fue una clase de artes marciales victoriana. El Nueva York antiguo podía ser un lugar peligroso, y el Club Bartitsu de Nueva York fue fundado en el 2011 para revivir el “arte caballeroso de la defensa personal”, que había cruzado el Atlántico desde su lugar de nacimiento en el Londres victoriano.

La popularidad del Bartitsu tuvo su clímax en 1899, pero en los últimos años, después de generaciones de oscuridad, sus movimientos fueron reconstruidos por aficionados de las revistas instructivas victorianas y muy usados manuales de artes marciales. Los practicantes usan bastones, sombrillas e incluso tabaqueras como armas, combinados con movimientos similares al jujitsu, para hacer perder el equilibrio a sus atacantes.

En mi siguiente misión, los miembros de la Sociedad del Siglo XIX de Nueva York no fueron difíciles de detectar incluso en el bullicioso vestíbulo de la Gran Terminal Central. Las mujeres usaban atuendos de polisones, sombreros y velos, mientras que los caballeros lucían chalecos, relojes de cadena en el bolsillo y broches de perla, la mayoría Canadá bigotes encerados para afilar las puntas.

Nuestra guía, Wendy Felton, se sorprendió un poco: “Bueno, ¡no siempre los visitantes visten tan bien!” y aunque el recorrido por la terminal de Bellas Artes fue fascinante, más bien los miembros de la sociedad se robaron el espectáculo. Denny Daniel, quien opera una “exhibición itinerante” de antigüedades llamada Museo de Cosas Interesantes, presentó su propia variedad de recuerdos del ferrocarril, incluido un fonógrafo al que dio cuerda para que tocara una grabación de maquinistas cantando.

No más rascacielos

Manhattan sigue siendo un panal de clubes privados en casas antiguas, muchas de las cuales están abiertas al público durante los eventos. Mi favorita personal es la Asociación del Centro, una mansión de 1887 con todo y animales disecados en el piso superior. Y hay remodelaciones inspiradoras como el Beekman, una joya arquitectónica de 1883 que está siendo renovada como un hotel.

El arquitecto Randy Gerner me llevó a un recorrido con casco por esta estructura grandiosa, subiendo por escaleras cubiertas de polvo para mirar su atrio de nueve pisos, con cada nivel apoyado por ménsulas con forma de dragones. En la parte superior, inspeccionamos el espectacular tragaluz en forma de pirámide, que enmarca la columna casi gótica del edificio Woolworth.

Para Gerner, el intrincado estilo de la Era Dorada está de nuevo de moda. “Pienso que los neoyorquinos están cansados de los rascacielos de cristal que no ofrecen nada salvo reflejos insulsos”, dijo. “Hay un anhelo por la ornamentación hermosa”.

Las diferentes facetas de mi travesía se unieron una helada noche de enero, cuando fui de visita “al bar más endiablado en Nueva York”, un título que le fue otorgado por una guía de 1890 llamada Vicios de una Gran Ciudad. Este antro “desagradable”, en el 157 de Bleecker St. en lo que es hoy West Village, se llamaba Slide, y ha cobrado fama como la primera cantina en Estados Unidos en abrir abiertamente a hombres homosexuales, a fines de la década de 1880.

Cuando llegué al 157, me sorprendió ver que había sido rebautizado Carroll Place, usando un apodo del vecindario del siglo XIX. Dentro, las paredes estaban recubiertas de listones de madera recuperada. El bar original estaba intacto, los travesaños estaban llenos de botellas antiguas, y un empañado retrato de una corista de la Era Dorada pendía de una pared.

En un ejemplo asombroso de la resiliencia de la historia en Nueva York, el bar de vinos está albergando tributos creativos a Edgar Allan Poe, quien vivió a la vuelta de la esquina en West Village durante dos años en 1840. Y, por ello, en la noche el 19 de enero –el cumpleaños de Poe– me encontré recibiendo una carta de Tarot (gratamente, el Emperador), luego descendiendo por las escaleras de piedra que alguna vez condujeron al burdel en el sótano del Slide. El acto se desarrolló como un sueño de opio.

Un maestro de ceremonias empolvado en atuendo fúnebre nos pidió que encendiéramos velas y silenciosamente confesaran nuestro deseo más secreto, luego recitó el poema de Poe de 1833 Serenade. Después el espectáculo, hablé con Ava Lee Scott, su escritora-directora, sobre el atractivo de este estilo de presentación del siglo XIX fluido e interactivo. “Se reduce al anhelo del contacto humano”, dijo. “Hoy, todo es deshumanizado por la tecnología. Extrañamos la intimidad de la Era Dorada; una carta manuscrita, flores en la puerta, dar un rizo de cabello, ver a los ojos de alguien, sentir un toque humano. Existe un vacío y la gente quiere conexiones. Queremos el relato de historias y poesía en nuestras vidas”.

Mientras caminaba por el Washington Square Park, que estaba envuelto en el silencio invernal, difícilmente había un signo que delatara que no estaba en 1890. Yo llevaba una vela de cera que uno de los artistas me había dado para encender al mediodía siguiente para “purificar mi espíritu”. Tendría que realizar tareas modernas –atender un asunto de salud, pagar la factura de mi teléfono–, pero el ritual sería una pausa bienvenida. Un toque de misterio de la Era Dorada es adictivo. (E)

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