Saludos desde Medellín
Visita a una de las ciudades colombianas que ha repuntado turísticamente en los últimos años.
Si Medellín es todavía una ciudad que pone a los visitantes en guardia, nadie se daría cuenta por la elección de calzado que hizo mi compañero de viaje. “¡No puedo creer que te pongas tenis color de rosa aquí!”, le exclamé a mi amigo Ryan, minutos después de que llegamos al aeropuerto de la segunda ciudad más grande de Colombia. “No son rosados”, me dijo. “Son salmón caqui. Son pueblo rosa”.
En 1980 y principios de 1990 se viajaba a la ciudad con la mayor producción de cocaína del mundo en la misma forma en la que uno bajaba a un tanque de cerdos silvestres: acompañado por una póliza de seguro o un concepto muy poroso de lo que es la expectativa de vida. Entonces el hogar del cerebro del narcotráfico Pablo Escobar, la ciudad tenía fama por cultivar orquídeas para concurso, usurpada por su habilidad para ponerle una k a la palabra “traffick”.
Como informó Michael Kimmelman en The New York Times a principios del presente año, el índice anual de homicidios en Medellín hace 20 años era de 381 por cada 100.000 habitantes. En la ciudad de Nueva York serían más de 30.000 asesinatos al año.
La muerte de Escobar a manos de la policía en 1993 hizo mucho para apagar los incendios. Al principio los cambios eran sutiles; se dice que los integrantes de las bandas empezaron a presentarse a las sesiones de terapia de grupo; exgatilleros comenzaron a tomar lecciones de guitarra. Luego, gradualmente, se honró a esta ciudad de 3,5 millones de habitantes con una serie de mejoras apropiadas para su escenario que parece una joya, en un valle exuberante, rodeado de verdes montañas.
Se construyeron parques, bibliotecas, museos y hoteles. Se completó un reluciente sistema de metro a mediados de 1990; en el 2006 y el 2008 se agregó el metrocable con cabinas que brindan servicio a las barriadas de la ciudad en las laderas de las montañas, reduciendo a unos cuantos minutos recorridos que solían llevarse dos horas. Fernando Botero, nativo de Medellín, donó más de mil piezas suyas y de otros artistas al Museo de Antioquia. Las aves, en resumen, empezaron a piar.
Recorrido por la ciudad
Ansioso por probar esta Medellín nueva, hice un sondeo entre mis amigos, buscando un compañero de viaje. Pensando en que su encanto esencial sería la prueba de fuego para cualquier argucia o peligro, escogí a Ryan Haney, mi malicioso asistente de 24 años.
Nuestro primer punto en la orden del día fue tomar una de las varias visitas guiadas sobre Pablo Escobar que se ofrecen en Medellín. Al saber que una de las agencias de viajes terminaba el recorrido con una conversación con Roberto Escobar en su sala (el hermano de Pablo, fue el contador del cartel de Medellín), escribí, pero me dijeron que ya no trabajan con Roberto Escobar, quien ahora describe a su hermano como un héroe. Una segunda agencia a la que contacté agregó que Roberto ahora dice que su trabajo para el cartel de Medellín había sido diseñar los submarinos.
Terminé por contratar a Juan Uribe, un guía cálido y enfático, de unos 60 años, quien nos llevó a cuatro sitios relacionados con Escobar. Vimos el edificio de departamentos donde vivieron la esposa y los guardaespaldas de Escobar; el techo donde lo abaleó la policía; un techo adyacente que utilizó la policía para quitar el cadáver (Uribe: “Necesitaban un techo más bajo. Estaba muy pesado entonces”), y la tumba.
Al día siguiente, ansioso por exponer al joven Ryan a un tono más brillante del arcoiris de Medellín, pagamos cada uno solo 1.800 pesos, cerca de un dólar, por un boleto del metro. Como nosotros, es probable que la mayoría de los turistas en Medellín quieran quedarse en El Poblado, una parte pueblerina en la ciudad, llena de bares y restaurantes excelentes.
De El Poblado se hacen 15 minutos en taxi o metro a la zona histórica del centro. La ciudad va de norte a sur a lo largo del valle, con favelas trepadas en las montañas, que, a diferencia de la mayoría de las de Río, siguen teniendo bosque en la cima.
Anduvimos en un tren limpio y elevado para luego cambiar a una cabina, que nos llevó en un emocionante recorrido por encima de la ciudad hasta la favela de Santo Domingo, en la ladera. Aunque esta no es un barrio al que iría al oscurecer, su ubicación ofrece unas vistas muy buenas del valle durante el día. La mayoría de las casas están construidas con ladrillo de hormigón y techos de hojalata corrugada.
Como era un día brillante y encantador a mediados de diciembre – el tiempo de perpetua primavera de Medellín le ha dado el apodo de Ciudad de la Eterna Primavera–, no sentimos ninguna inquietud por caminar por la favela hasta los tres gigantescos cubos de pizarra negra que forman la biblioteca pública del barrio, la España. Nos maravillamos con sus tres pisos de computadoras para uso público, por no hablar del vendedor ambulante de aretes, fotocopias y más.
Con un segundo recorrido corto en una cabina llegamos más arriba, esta vez al hermoso Parque Arvi, extenso, con senderos, hoteles y un recinto en forma de mariposa; un lugar en el que uno se puede imaginar en un picnic dominical.
Arte, vida nocturna y más
Pasamos la mayor parte de las noches en El Poblado. El corazón del barrio es el Parque Lleras que ocupa una manzana y está bordeado por restaurantes y bares, con gente grandiosa observando en la noche, y cuya iluminación navideña era fantasmagórica. Todos los hermosos jóvenes colombianos –no debemos olvidar que a Sofía Vergara la descubrieron en una playa de Colombia– llenaban el parque por la noche, las chicas con falditas muy cortas y tacones de 8 centímetros, y los muchachos con el pecho al aire.
En efecto, se conoce a Medellín por su vida nocturna. Se trata de una ciudad a la que le gusta comer, beber, bailar y ver fútbol, a menudo en grupos; con frecuencia en bares y restaurantes. Una noche, sentados en una banca en el Parque Lleras cuando televisaban un partido de fútbol, noté la cantidad de televisores a la vista. Conté trece.
Es una ciudad que ama la vista de una escultura o un dibujo al aire libre. Se exige que los edificios nuevos importantes en Medellín incluyan arte público; los muros tanto en las estaciones del metro como en las favelas están ornamentados con coloridos murales.
Entre tanto, cada vez más estaba bajo la influencia de Natalie, quien trabajaba en la recepción de nuestro hotel. Pequeña y entusiasta, nos ayudó con varias reservas.
Aunque conocimos bastante gente amistosa y servicial, su inglés no siempre era tan bueno como el de Natalie. Me preguntaba, dado lo bien que Ryan se adaptaba al tema de nuestro viaje que parece aterrador pero no lo es, si Natalie tenía alguna indicación sobre parapente, porque ese deporte es muy popular en la ciudad debido a sus fuertes vientos termales. Diez minutos después, Natalie nos había reservado un lugar (unos 60 dólares por persona) para el día siguiente en una de las montañas.
Nos conseguimos un taxi, que son baratos (unos 30 dólares) en esta ciudad y transitamos por 40 minutos hasta la cima de una montaña cubierta de yerba, en los límites de la urbe, para hacer parapente. La vista era espléndida: un telón de gasa con montañas y toda Medellín abajo. Fueron unos cinco minutos de instrucciones, Ryan y yo nos pusimos cascos y arneses, y luego nos sujetamos cada uno a un parapente de 9 metros de longitud, controlado por un piloto.
Después del parapente, ¿acaso me sentí suficientemente seguro para desafiar al mundo de los centros nocturnos de Medellín por mi cuenta? Totalmente.
Me trepé a un taxi y a las 23:30 de una noche de sábado llegué a Palmahia en 10 minutos. El portero moreno del club y su amigo me miraron con recelo. “¿Palmahia?”, pregunté. El portero dijo: “Privado”. Sin creerle, y repentinamente sintiendo todos mis 50 años, me señalé a mí mismo y dije: “Ciudad de Nueva York”. No hubo efecto. El amigo del portero dijo en un inglés con marcado acento: “A lo mejor mañana”. El portero dijo: “No”.
Para no arruinarlo todo, me subí a otro taxi y fui a La Strada, un centro comercial lleno de restaurantes y clubes para los jóvenes y bellos. Una vez dentro de la disco club Crista bailé solo, muy contento, durante media hora y luego me le pegué a un grupo presuntuoso de compañeros boogiers. De repente, empecé a reírme espontáneamente por nada: ¡estaba en Medellín! ¡Estaba feliz y seguro!
La última imagen que tengo de Ryan es en el aeropuerto, cuando regresábamos. Nos habíamos detenido en la tienda duty-free, y me sorprendió cuando compró tres botellas grandes de aguardiente.
Metiendo a fuerza las tres botellas estorbosas en la maleta, dijo: “A cada minuto me vuelvo más y más Pablo”.