Kayak extremo y terremoto
Un guayaquileño cuenta su afición a este deporte sumado a su experiencia en Nepal cuando sucedió la gran “sacudida” que asoló a ese país este año.
El kayak ha sido una pasión personal desde hace mucho tiempo. Desde mi mudanza a Europa diez años atrás empecé a buscar un deporte para practicar y el kayak se convirtió rápidamente en la alternativa ideal debido a la gran variedad de lagos y ríos disponibles para remar en Europa.
Tras años de practicarlo, un día decidí llevar esta pasión a un nivel más alto y aprender kayaking de montaña. Entonces combinando esta nueva búsqueda con mi eterno interés por explorar el mundo, opté por aprender esta disciplina en algún lugar exótico.
Al buscar alternativas, aparecieron sitios óptimos para el kayak de montaña como Uganda, Marruecos o los Alpes, pero de todos el más interesante me pareció Nepal. La cuna del budismo, este pequeño país es atravesado por ríos que provienen de las montañas más altas del mundo, entre ellos el famoso monte Everest. Entonces sin pensarlo demasiado... ¡Nepal aquí voy!
Llegada a otro mundo
Llegar a Katmandú fue una experiencia de por si. Salir del aeropuerto en rickshaw (vehículo ligero de dos ruedas) y recorrer sus calles polvorientas y saturadas de vacas sagradas fue una buena introducción a un país que a primera vista impacta por su smog y desorganización, pero que, sin embargo, rápidamente se gana el corazón de los visitantes. Su humilde ubicación entre dos gigantes mundiales, su distintiva y fascinante arquitectura y sobre todo su maravillosa gente conforman un país genuinamente único.
Sin pasar mucho tiempo en la capital, rápidamente busqué el modo de trasladarme hacia el campamento para entrenamiento de kayak, ubicado a 80 km de Katmandú, a orillas del río Trishulli. Trepándome en un bus local, le indiqué simplemente al chofer (que no hablaba inglés) el nombre del destino al que me dirigía. El hombre simplemente respondió “no problem” y me indicó que subiera.
Cruzando los dedos para que me hubiera entendido bien me trepé al bus y nos fuimos. Pasamos las siguientes tres horas recorriendo como maniáticos las peligrosas “carreteras” nepaleses, que en realidad no son carreteras sino más bien trochas excavadas en las laderas de las montañas, flanqueadas por precipicios de entre 100 y 1.000 metros de altura.
Cada media hora encontrábamos un bus volcado, un tanquero encunetado, choques frontales y otras maravillas propias de un mundo donde los choferes no pierden su tiempo en temas irrelevantes como la seguridad de los pasajeros o el mantenimiento regular de sus vehículos. “¿Sabías que las carreteras nepalesas son consideradas las terceras más peligrosas del mundo?”, me preguntaba un local un poco entretenido al ver mi cara de “vamos a moriiiiiir”. Pues no, no sabía, le dije. “De haber sabido, me hubiera ido a los Alpes” respondí medio en broma medio en serio.
En el campamento
Tras tres horas de viaje y unos diez “casi choques”, el chofer detiene el bus y me grita “you down”. Asumí que esa era mi parada así que brinqué del bus un tanto aliviado.
La llegada al campamento, que sería mi hogar por la siguiente semana, fue libre de problemas. Las instalaciones eran muy básicas, pero el personal era gente maravillosa que me harían sentir como en casa.
El único problema: ninguno de ellos hablaba inglés. “Esto va a ser divertido” pensaba tras constatar que no había ningún otro practicante de kayak en el campamento y que no tenía idioma común con los locales. Mi naturaleza latina no me permite pasar una semana sin hablar, de hecho me resulta difícil pasar una hora sin conversar así sea con el gato del vecino, ¿cómo iba entonces a sobrevivir una semana entera así? ¿Y si aprendo nepalés rapidito?, pensaba. ¿O quizás hago un voto de silencio por esta semana y se lo ofrezco a Buda? No, no era una idea muy realista.
Afortunadamente al rato llegó Ashok, mi entrenador. “Tomémonos un café y enseguida empezamos a entrenar”, me dijo. Agradeciendo que al menos el entrenador hablara inglés, me tomé de buena cara lo que fácilmente es el peor café que jamás me han brindado.
Nepal es un productor de café gourmet pero, al igual que en varios otros países cafeteros, la población local inexplicablemente prefiere el espantoso café instantáneo. Sin embargo, para no desairar a mis nuevos amigos, me lo tomé de buena gana. Y así sin mas dilaciones, saltamos a lo que sería una experiencia totalmente nueva.
¡Al agua! Choque con la realidad
Mientras caminábamos al río pensaba que será fácil. Confiado de la experiencia de años kayakeando en Europa me sentía muy seguro de que iba a dominar esto fácilmente. ¡Pero qué equivocado estaba! El pequeño tamaño del kayak de montaña lo hace muy inestable y al entrar a las corrientes se tiene la impresión de que en cualquier momento se vuelca y no sabiendo hacer rollbacks, el riesgo de tragar mucha agua (o peor) es muy real.
Tras cuatro días de aburrido y repetitivo entrenamiento Ashok decidió que era hora de pasar a los rápidos. Yo no me sentía listo, pero eso pareció no importarle, así que cogimos un bus que nos llevaría 35 km río arriba hacia la zona del teleférico de Manakamana, el único en Nepal.
Este teleférico lleva a peregrinos hindúes desde las riveras del río hasta un santuario a la diosa Bhagwati, ubicado en las montañas. Precios del pasaje ida y vuelta: adultos, 500 rupias (unos $ 5); niños 250 rupias, cabras 150 rupias; pollos 5 rupias. Obviamente las cabras y pollos pagan menos porque una vez que suben, los pobres no vuelven a bajar.
En todo caso, desde la zona del teleférico, saltamos a algunos de los rápidos más excitantes del río Trishulli. La adrenalina, el miedo, el sentimiento de “qué diablos estoy haciendo aquí” se conjugan de tal forma que te hacen remar frenéticamente, como si tu vida dependiera de ello. Y en verdad depende de ello.
Y es que estos rápidos no son poca cosa. La gran cantidad de rocas sumergidas y expuestas forman “lavadoras” que elevan el agua a más de dos metros de altura, lo cual es verdaderamente intimidante cuando uno está sentado en un kayak y no llega a un metro de altura.
Sin embargo, una vez que se adquiere más experiencia y se logra superar los rápidos exitosamente, la emoción es insuperable. Es entonces cuando las interminables horas de práctica rinden su fruto.
Inesperado suceso
Tras una semana de entrenamiento era hora de volver a casa. El sábado 25 de abril a las once de la mañana, me despedí de esa gente maravillosa, listo para volver en bus local hacia Katmandú.
A los cincuenta minutos de empezar el recorrido, lo inimaginable ocurrió: el de por sí zarandeado viaje en bus de pronto se volvió anormalmente movido. Los usuales movimientos verticales de rebote del bus se convirtieron en movimientos horizontales, como si el suelo se hubiera vuelto de gelatina. Al ver por la ventana constaté que todo alrededor se zarandeaba. Con ello se hizo evidente: ¡era un terremoto!
El autobús se detuvo súbitamente y los pasajeros se bajaron despavoridos. Hundidos en pánico observamos como la montaña se venía abajo en diversos puntos.
Rogaba que esos deslaves no se precipitaran a la altura de nuestro bus, pues no había realmente hacia donde correr, solamente había precipicios de más de 200 metros.
Veinte eternos segundos duró el primer zarandeo. Afortunadamente, a pesar de los deslaves el camino no fue interrumpido de forma permanente y tras 7 horas logramos llegar a Katmandú.
Al acercarnos a la ciudad se evidenciaba la magnitud del desastre. Por todo lado había calles partidas, edificios derrumbados, postes en el suelo y hospitales tan saturados que la gente estaba recostada en las aceras. No había casi tráfico, solo se escuchaban ambulancias y helicópteros en una escena apocalíptica, que evidenciaba que estábamos en una verdadera zona de desastre.
Era doloroso ver la miseria a la que tan rápidamente había sido reducida esta milenaria ciudad. Los previamente vetustos edificios sucumbieron en los primeros segundos del sacudón atrapando a miles de personas. Las zonas históricas de distintiva arquitectura, pero blandengue construcción colapsaron segando la vida de visitantes que se hallaban ahí en lo que eran horas pico de visitas (sábado al mediodía).
Es lamentable ver cómo se destruyó de forma tan absoluta la capital de un país hogar de gente maravillosa. La plaza Durbar, la torre de Dharahara, la zona antigua de Bhaktapur son ahora solo sombras de su orgulloso y no distante pasado.
Al volver a casa, no puedo evitar notar lo afortunado que somos aquellos que vivimos en países donde la vida es apacible y el futuro se ve con optimismo. Ojalá algún día pueda decir lo mismo la gente de Nepal, ese país de gente hermosa y terrible, terrible café.
Adrián Hernández, es ingeniero y empresario guayaquileño de 37 años graduado en la Espol. Viajó hace 10 años a Europa y ahora vive en Varsovia (Polonia). (I)