Registradores de la vida: Observadores de la nada
¿Qué aprendí cuando compartí con otros un momento de la vida? Esos registros los guardan los humanos que viven el presente y que, aunque lleguen a olvidar, las experiencias los hacen ser mejores personas.
El turista de hoy se pasea sin grandes aparatos. Las cámaras que solo sirven para hacer fotos son más usadas por expertos fotógrafos o, por el contrario, por inexpertos usuarios de celulares.
Con sus diminutas maravillas capturan imágenes y las suben, las envían, las comparten y así interactúan virtualmente hasta llegar a veces a abstraerse de todo cuanto les rodea.
Una escena curiosa y repetitiva que he podido ver, y puede que muchos de ustedes también, son los instantes de selfies. Parejitas, amigos, familias se juntan cachete con cachete como para no quedarse fuera del encuadre. Les salió mal. La repiten. Se juntan de nuevo, ahora haciendo otros gestos. Se besan, se abrazan, hacen puchero o sonríen como si estuvieran viviendo el momento más feliz de sus vidas.
Una vez que tuvieron la imagen casi perfecta, la suben y empieza el “tageo”. Entonces el de al lado le dice “deja ver cómo salí”. La otra le pide “no la subas que salí fea”. El otro, “pásamela por whatsapp para tenerla”.
De pronto, una voz a lo lejos los llama diciendo “hey, ya nos vamos”. Salen corriendo y el lugar queda ahí y no se sabe siquiera si lo vieron. Lo único cierto de todo es que se alejaron con una linda foto. Se fueron contemplándose ellos mismos en un encuadre tan cerrado que podría ser tomado en cualquier parte.
Luego van a un restaurante y el plato que les sirven es tan original que vale la pena también registrarlo. Empieza de nuevo la ardua pero divertida tarea de compartirlo, tagearlo, comentarlo y en eso hasta se puede ir la hora de comer.
Al llegar del paseo no puede faltar el estado de Facebook que explica lo divertido que ha sido el día. Todos los “amigos” pueden comentar algo de vuelta, pues han visto las imágenes compartidas.
Todos, incluso quien estuvo de modo presencial, se deleitan viendo las fotos. No solo selfies, claro. También hay paisajes y detalles, una galería virtual que puede muy bien perderse en la memoria externa de cualquier dispositivo y quizás nunca más ser vista. O bien puede aparecer de repente para mostrar a otros las “experiencias de vida” registradas.
El tiempo y los momentos especiales pasan, se van acumulando y, como si hubiera alzhéimer colectivo, se olvidan. Menos mal estos dispositivos, robots serviles de nuestro cerebro, nos los recuerdan.
Es entonces cuando suelto la pregunta ¿qué queda? En registrarlo todo se nos va el tiempo y guardamos la imagen para contemplar la nada. ¿Permitiremos que la experiencia de vida sea cosa de las antiguas generaciones o de individuos radicales opuestos al desarrollo tecnológico?
¿A qué olía aquel sitio que fotografié? ¿Cómo estuvo el plato que comí? ¿Qué aprendí cuando compartí con otros un momento de la vida? Esos registros los guardan los humanos que viven el presente y que, aunque lleguen a olvidar, las experiencias los hacen ser mejores personas. Afortunadamente, esos humanos a los que les evoluciona algo más que el modelo de celular que llevan en su bolso también existen.