¿Quién actúa y quién no?
Cerca del estreno de Una Vida en el Teatro del dramaturgo David Mamet, aquí la experiencia de hacer vivir sus protagonistas en el Estudio Paulsen.
Uno se acerca al teatro de muchas maneras, especialmente con la perspectiva del público. Curiosidad, entretenimiento, experimentar emociones nuevas o buscar esa semilla inmortal que una obra de arte siembra en nuestros corazones. Además, está la frase maravillosa de Bette
Midler cuando recibió el premio Tony por su regreso al escenario de Broadway en Hello, Dolly: “Tenía que sentir esto otra vez, estar en el escenario frente al público ¡sentirme viva!”.
El teatro es precisamente lo que siente Bette. Si hay algo que nos magnetiza en las creaciones artísticas, es esa conexión atávica que nos liga a unas emociones que muchas veces no podemos definir o explicar. Esto se da en la música, en los libros, en las artes plásticas... Pero es en las artes de la representación audiovisual, teatro, cine, danza, donde ese clic sucede de una manera palpable, porque los actores nos traen en carne propia lo que la vida muchas veces nos oculta.
David Mamet ha recreado en muchas de sus obras los aspectos más sórdidos de la existencia contemporánea: American Buffalo, Oleanna, Glengarry Glen Ross, por la cual recibió el premio Pulitzer. Su obra general es voluminosa y difícil de encasillar. Quizás lo que me conectó a este autor fue su permanente y revitalizante expresividad escénica ligada más que nada a los estudios de la técnica Meisner, con el propio profesor Sanford Meisner en los años setenta.
Técnica o método
Mamet es de Chicago y de allí salió uno de sus primeros éxitos, Sexual perversity in Chicago, una comedia que después fue llevada al cine con Rob Lowe y Demi Moore con enorme éxito. El hallazgo de Una Vida en el Teatro (1977) llegó a mis manos por Marlon Pantaleón, el actor guayaquileño que estudió en Nueva York en la misma escuela donde enseñaba Meisner y que introdujo aquí los talleres con profesores de Nueva York, España y Argentina. Asistir a esos primeros talleres en el Teatro Centro de Arte hace siete años fue una incursión en los procesos creativos de la actuación que me reconectaron a una pasión teatral que estaba adormecida y que me empujó a dirigir obras teatrales y hacer realidad el Estudio Paulsen con el apoyo del Municipio de Guayaquil y amigos de la empresa privada.
Meisner y Mamet se enlazan de una manera prodigiosa en la obra. El ejercicio diario de un actor tiene para Meisner un objetivo esencial: hacer vivir la realidad en circunstancias imaginarias. Se habla de una técnica, una palabra que se vincula también a algo artesanal a pesar de que al mismo tiempo se está formando a un ser humano como artista de la escena. Lee Strasberg, otro gurú de la actuación desde su Actor’s Studio en Nueva York, hablaba de un método. Al final, ambos grandes maestros influenciaron a toda una generación de actores que aterrizaban en Nueva York como el altar mayor del arte teatral.
David Mamet crea su comedia en base a los vacíos y las angustias del trabajo actoral en una gran ciudad, donde parte del oficio es enfrentar audiciones humillantes, rechazos y “esas sanguijuelas detestables”, los críticos. Todo en medio del teatro concebido como una empresa comercial donde muchas veces las iniciativas artísticas son olvidadas por los productores y agentes. Es una faceta “industrial” que nunca se experimenta de igual forma por estas latitudes, donde todavía los teatristas –a todo nivel– incursionamos en cada proyecto como si la vida dependiera de lo que se va a hacer. Esto sería motivo de otro reportaje.
¿Verdadero o falso?
En un auditorio para 80 personas del Estudio Paulsen, los ensayos comenzaron hace dos meses y el primer reto fue prescindir de los elementos realistas con los cuales se ha producido Una vida en el teatro en los escenarios de Broadway por algunas ocasiones. Lo mágico del teatro es que muchas veces uno descubre la esencia de una obra en su propia ejecución. Los actores: Lucho Mueckay, “el actor mayor”, y Marlon Pantaleón, “el más joven”, fueron seleccionados más que nada por una ligazón particular de ellos con los personajes de Mamet.
Esto no quiere decir que se interpretan a sí mismos. Uno de los grandes textos del dramaturgo es su libro Verdadero o falso, donde las herejías y el sentido común son parte intrínseca de la labor actoral. Tener la valentía de lanzarse al abismo de una existencia imaginaria, mezclando en su vocación lo pragmático con el idealismo de la inspiración artística, donde lo que nos queda finalmente –al público, digo– es el heroísmo de la profesión actoral. En 25 escenas, algunas pasan como ventiscas interlúdicas, frente a otros momentos donde la exposición de crisis personales se interpolan con un humor cáustico y muchas veces chispeante, de repente sentimos que el círculo vital de la existencia se realiza frente a nuestros ojos con estos dos seres.
“Somos exploradores del alma”, dice uno de ellos, en una especie de narrativa donde la vida real de los protagonistas se confunde con sus actuaciones en obras de diversos géneros. Es un trabajo escénico que tiene dimensiones muy serias, pero Mamet parece querer hacerlo ligero. El milagro del teatro muchas veces radica en el sentido de la libertad que la dramaturgia escrita entrega a un director para interpretar esa visión con elementos alternativos que hacen florecer el espíritu de su autor.
Bach, Goldberg, Caine
En el proceso de los ensayos, mucho ayuda la música. Cuando se lee primero, todos esos silencios de Mamet o la característica de uno de los protagonistas de responder en monosílabos la palabrería del actor mayor, son como variaciones en el tema recurrente de estos encuentros y desencuentros. Hay dos corazones que palpitan al unísono en el escenario, más o menos como en el aria única de Johann Sebastian Bach que se convierte en las 30 famosas Variaciones de Goldberg. Esas melodías me han acompañado por décadas desde que las escuché en un escenario, bailadas por el New York City Ballet en la fantástica coreografía de Jerome Robbins.
El jazzista Uri Caine las interpreta con los ritmos dislocados de la contemporaneidad, creando a veces un Bach para el final de los días. Es finalmente esa armonía de varias dimensiones la que se infiltra con los actores. No sé cuál será el resultado final porque estoy escribiendo esto un mes antes del estreno el 22 de febrero. El artista Allan Jeffs es un gran apoyo en su visión estética para escenificar en pequeños brochazos estas variaciones actorales. Gustavo Moscoso sacó del ático de su bodega cuencana algunas sorpresas para cambios de vestuario que son parte de la acción. Juanjo Ripalda, Rocío Maruri y Gino Marchelle complementan las luces y los sonidos, con cuatro tramoyistas de negro que aparecen y se desvanecen.
Se concibe el teatro con tantos recursos y elementos, pero a la larga uno se queda en esa misteriosa intimidad, la de haber entrado en la interioridad de seres desconocidos. Pero cuando la creación viene de un David Mamet sentimos estar frente a un espejo –y va a ver uno en el auditorio– de nosotros mismos. “Te das cuenta de lo que estoy diciendo” –cito los desvaríos del actor mayor– “Todo es parte de TU vida, sin contar con el hecho de que lo que sucede en el escenario es vida”. ¿Quién actúa y quién no?