El arrugue del comisario: La verdad siempre gana
“A pocos metros el comisario arrugó y se cruzó de vereda seguido por sus guardaespaldas. Todo un espectáculo que confirma que con la verdad a veces se sufre, pero siempre se gana”.
Si usted le dice doctor o ingeniero a alguien que todavía no lo es, queda bien con él, pero no pasa lo mismo con los militares: si le dice general a un coronel no le hace un favor, ya que quiere decir que lo ve más viejo de lo que realmente es. Lo mismo ocurre con los policías y otras fuerzas que usan uniformes, jinetas y escalafón. Y en la Argentina hay un modo infalible para conocer el grado aproximado de un policía: cuanto más panza tiene, más importante es.
Fuera de broma, todavía me sorprenden los policías barrigones que vemos en la televisión en pleno operativo intentando correr con su humanidad a cuestas. O esos con los que uno se topa en una esquina cualquiera con el uniforme desteñido, la barriga que le tapa el cinturón y el cigarrillo en la boca. Y no le digo nada de las mujeres, que parece que imitan a los varones en este horrible defecto a medida que van llegando a cargos más altos. Es el mismo cuerpo el que debería velar por la salud física y psíquica de sus integrantes y mantenerlos en buen estado; es por el propio bien de la institución, también de sus cuadros y sobre todo por el bienestar del resto de los ciudadanos a quienes sirven las fuerzas de seguridad.
Resulta que hace unos años el jefe de policía de la provincia de Misiones se enojó conmigo porque contamos algunas verdades en el diario. Los hechos eran irrefutables y de una gravedad poco común y lo involucraban directamente ya que se trataba de una orden emanada de su propio despacho, pero el hombre debía pensar que por ser conocidos lo trataríamos de minimizar o nos callaríamos. No fue así: el diario cumplió con su deber y con los lectores. El problema a partir de aquellos días de 2006 era volver a enfrentarme con el jefe de policía, de quien ya pueden imaginarse el tamaño de su barriga. Estaba seguro de que alguna vez me tocaría y que las cosas podían ponerse complicadas.
Un día ocurrió, cuando caminaba a buen ritmo por la costanera de Posadas con pantalones cortos y zapatos de caucho. Costanera es como llamamos en la Argentina y Chile a lo que en Ecuador llaman malecón. La costanera de Posadas une y separa a la ciudad del río Paraná que a esa altura es un inmenso lago que forma la represa de Yacyretá. Decía que caminaba por la costanera cuando vi venir en sentido contrario a su excelencia el señor jefe de policía de la provincia con varios guardaespaldas en pleno ejercicio de jogging.
Eran media docena de fisicoculturistas, con camisetas apretadas y anteojos oscuros, que rodeaban al voluminoso comisario general. Si no me matan, estos tipos por lo menos me tiran al río, pensé. Se me ocurrió cambiar de rumbo, pero pudo más el pundonor y la conciencia impecable. No, señor: si el jefe tiene problemas conmigo no es porque yo haya hecho ninguna macana sino porque las hizo él. Así que enfrenté altivo el pelotón que se acercaba peligrosamente amenazante.
A pocos metros el comisario arrugó y se cruzó de vereda seguido por sus guardaespaldas. Todo un espectáculo que confirma que con la verdad a veces se sufre, pero siempre se gana.