Betún y bacerola en el Barrio Centenario
Historia de Alberto Cortez, un hombre que ha trabajado de cartero y betunero en uno de los barrios icónicos de Guayaquil.
Don Alberto es puntual como un buen reloj. Todos los días a las cinco y cincuenta de la mañana llega a Bogotá y Rosendo Avilés. Enseguida arma su plataforma para lustrar zapatos. Abre el parasol que lo protege de la inclemencia tropical. Organiza el dispensador, le coloca periódicos, caramelos, DVD y demás artículos que comercializa para ganar unos centavos más.
Es pequeño pero macizo. Sus puños son fuertes. Su cabellera cana. Cuando ríe su alegría delata ausencia de dientes. Es amable y de buen humor. A todos saluda. Cuando señoras y personas de tercera edad se acercan, las ayuda y despide con un: “Que Dios lo bendiga”. Amigos y vecinos lo llaman cariñosamente Albertito.
Hace 78 años nació en Manta. Como su padre abandonó a su madre, Alberto Cortez Reyes empezó a trabajar desde niño. A sus 10 años su madre lo trajo a Guayaquil.
Estudió hasta sexto grado, eso sí, a son de látigo y palmeta. “Tengo una buena cultura gracias a mi madre que me apretó”, reconoce.
Lustra zapatos desde los 12 años para ayudar a su madre. Armó su primera plataforma en Lorenzo de Garaycoa y Padre Solano, su barrio del parque de la Madre. En esa época por una limpiada cobraba cinco reales de sucre. Al poco tiempo levantó un quiosquito donde ofrecía frescos.
Era la época en que cada barriada tenía un puesto de alquiler de revistas, él armó el suyo al lado de su plataforma colocó cinco bancos y empezó a alquilar revistas a la muchachada. Todos los lunes acudía a la distribuidora tras las más recientes aventuras de Memín, Santo, el Enmascarado de Plata, Blue Demon, Kaliman, Hermelinda Linda, Doctora Corazón, novelas de amor y tantas otras. Todos me estaban esperando porque las historias quedaban en suspenso, dice y recuerda que la alquilada costaba un real.
Como la vida de un muchacho no es solo trabajar. Las tardes, de sábados y domingos, jugaba indor en su barrio. “A veces salíamos peleando y nos dábamos una puñetiza, pero después del partido nos abrazábamos como que nunca había pasado nada”. También jugaba fútbol, siempre en la defensa. Su barriada fue cuna de grandes futbolistas: Jorge el Pibe Bolaños, Julio Pajarito Bayona y tantos otros. Cortez jugó en Boca Júnior, escuadra porteña.
A los 16 años fue a probarse al Emelec, pero no firmó porque exigían que les cediera su pase. Entonces volvió a jugar a las calles. “Soy emelecista, ya le dije a mis hijos que cuando muera me pongan la bandera del Emelec”, dice que hasta sus cincuenta años jugó índor en las ligas barriales. Practicó box con Manolo Vizcaíno y cuando iba a pelear en el coliseo Huancavilca no asistió porque una tía le planteó: “¿quién va a ver por tu madre si te dan un mal golpe? Me bajó la guardia, me noqueó antes de subir al ring”, dice y ríe. El deporte y la farándula quedaron atrás cuando conoció a su esposa, madre de sus cuatro hijos.
Cartero y lustrabotas
Alberto Cortez llegó al Barrio del Centenario pedaleando una bicicleta. No estaba de paseo, sino que hace 31 años fue cartero de la agencia sur de Correos del Ecuador. “Yo era mensajero y andaba en bicicleta, poco a poco me fui aprendiendo los nombres de las calles del sector, dice mientras le da lustre a los zapatos de un vecino”.
Durante 15 años trabajó de cartero hasta que el gobierno de Sixto Durán-Ballén eliminó a esa agencia y Alberto quedó desempleado. “Cuando uno es mayor de edad, las puertas están cerradas” –reflexiona. “Uno ya no vale para nada. Pero como era apreciado por la barriada, los directivos de Farmacia Fybeca le permitieron colocar su plataforma en el exterior”.
Cortez retomó su trabajo de infancia y juventud. Un oficio en vías de extinción porque ahora predomina el uso del zapato deportivo y el mercado ofrece productos industrializados para que cada quien limpie su calzado. El lustrabotas de plataforma fija y aquel que deambula por las calles con su cajoncito provisto de cepillos, trapos, betunes y tintas de varios colores, todos ellos están desapareciendo con su pregón de: ¡Le limpió, le lustró! Todos ellos con las manos manchadas de tinta, pero con sus almas limpias y trabajadoras.
Recuerda que cuando empezó a trabajar en el Barrio del Centenario, la betunada costaba 30 centavos. “Ahora yo cobro de 80 centavos a un dólar porque hay que defender la cuchara” –dice– “pero si es un amigo que no tiene plata en ese momento, 50 centavos”.
En los últimos años ha perdido a gran parte de su antigua clientela que se ha mudado a la avenida Samborondón. Aunque algunos le siguen confiando la lustrada de sus zapatos. Es el caso de un marino que vive en La Puntilla de Samborondón y le trae sus zapatos. Y cada fin de año le obsequia una canasta navideña. “Este año quedé sorprendido porque me abrazó y felicitó, ¡qué elegancia de ser humano!”, exclama.
Cuenta que él prepara las tintas para darle color a los zapatos y que hay días con más trabajo que otros. “Hay que contentarse con lo que regala Dios”, dice y asegura que “limpiaré zapatos hasta cuando Dios me quite la vida porque yo amo el trabajo”.
Don Alberto es puntual como un buen reloj. Todos los días para llegar temprano al Barrio del Centenario sale de su casa ubicada entre el segundo y tercer puente de la isla Trinitaria.
Exactamente en el Callejón X y la calle 22 a las cinco y diecisiete minutos. Camina orando y persignándose porque el sector es peligroso. Don Alberto es un héroe de manos forjadas por el betún y el trabajo. (I)