Arte y protesta en la 12 Bienal de La Habana
Entre mayo y junio se realizó la Bienal de La Habana. Entre las obras exhibidas hubo una propuesta que ofuscó a las autoridades cubanas.
En su deteriorada esplendidez, La Habana es un escenario montado para muchos dramas, pasados, presentes y futuros. Si uno cruza el barrio de Miramar, con sus mansiones y parques, se está en la Ciudad del Pecado de los años 50 de Fulgencio Batista. Si uno se dirige al centro de la ciudad, donde se cierne el rostro del Che Guevara, un logotipo colosal en lo alto de la Plaza de la Revolución, se topa con los años 60 socialistas, tan duros e inflexibles como la pared de una celda. Si uno vaga a partir de ahí en casi cualquier dirección, entra en La Habana de hoy, resilientemente austera, pero con la reanudación de los lazos con Estados Unidos, un potencial paraíso lleno de beneficios.
Fue en este escenario, o escenarios, donde se llevó a cabo la duodécima edición de la Bienal de La Habana en mayo y junio. Y, sin sorprender, el arte más interesante giró en torno al cambio, sin pulir, y fue en forma de eventos y representaciones teatrales, no cosas. Las cosas son en torno a lo cual giran la mayoría de las bienales: fotografías, esculturas, videos, cualquier cosa a la que se le pueda colgar una medalla.
La Habana tuvo un espectáculo lleno de objetos, una exhibición de obras de 150 artistas cubanos dentro de la fortaleza del siglo XVIII conocida como Morro-Cabaña. Bajo el título Zona Franca, la exhibición estuvo dividida en una serie de exposiciones mayormente de un solo artista distribuidas a través de sus pasadizos de habitaciones y celdas. Esta bienal fue la primera en 15 años a la cual pudieron viajar legalmente los estadounidenses, y La Habana naturalmente esperaba que llegaran en masa.
Este énfasis en el contexto tenía sentido. Planteaba las preguntas correctas en una sociedad que continúa definiéndose, pese a una economía capitalista progresiva, como seriamente socialista. ¿Cómo puede hacerse un arte vital para compartirse en vez de para la propiedad privada? ¿A quién se le permite decidir qué es arte y qué no lo es? ¿Y cómo, en un periodo que casi todos reconocen como de transición, se crea arte en progreso, uno que pueda existir en el terreno público y reflejar el presente, sin ser prematuramente monumental?
Cuba y EE.UU.
En cierto grado, la bienal abordó estas preguntas profundamente. La exhibición se extendió a toda la ciudad, desde el centro hasta la periferia, desde los museos hasta las fábricas ruinosas, desde las bibliotecas, salas de cine y parques.
La maravillosa artista cubano-estadounidense María Magdalena Campos-Pons, que imparte clases en la Escuela del Museo de Bellas Artes en Boston, llevó a un grupo de sus estudiantes a Casablanca unos días después de la inauguración. Al mediodía, en la ahora más tranquila plaza del barrio, los estudiantes preguntaron a los residentes si responderían sobre temas que son noticia: ¿Qué pensaban sobre el restablecimiento de relaciones con EE.UU.? ¿Qué reacciones esperaban de los estadounidenses? ¿Pensaban que el arte podía ayudar a las conversaciones transculturales?
Los residentes se sentaron y respondieron, escribiendo en cuadernos proporcionados por los estudiantes. Su participación concentrada y sin reservas en la performance de Campos-Pons fue un sí a la última pregunta. Algunas de sus respuestas, incluyendo furiosas quejas francas sobre el gobierno de Raúl Castro, fueron asombrosamente espontáneas. ¿Pudiera ser que el arte realmente constituyera una zona libre de censura aquí?, se preguntaría uno.
Ese pensamiento surgió de nuevo durante una presentación de una nueva ópera del compositor cubano Roberto Varela y el libretista de Berkley, California, Charles Koppelman, que tuvo su estreno mundial en las Escuelas Nacionales de Arte. Llamada Cubanacán, se basa en la vida del arquitecto cubano Ricardo Porro. En 1961, Fidel Castro le comisionó diseñar y construir las escuelas, las cuales, con sus serpentinos laberintos y techos abovedados, sigue siendo un espectáculo visual extraordinario. Cinco años después tuvo que huir del país. Cuba había caído bajo la influencia soviética, y sus estructuras modernas y sensuales eran consideradas demasiado idiosincráticas, es decir, políticamente incorrectas.
Algo distinto...
Tras la primera impresión, la ópera también pareció presionar contra las normas culturales oficiales. Su héroe es un refugiado que huye de la revolución; se burla del Che y de Fidel Castro. Pero no causa daño. Las bromas son moderadas. Y Porro, quien murió el año pasado, eventualmente fue invitado a regresar. Al permitir que se cuente su historia, el gobierno asumió una apariencia estratégica de tolerancia. Siempre ha usado la cultura para suavizar el rostro que muestra al mundo, y continúa haciéndolo. Y, siguiendo estas líneas, fue valioso saber que mientras se presentaba Cubanacán, estaba en marcha la censura de otro performance bastante diferente.
Se desarrollaba diariamente desde diciembre, cuando la artista cubana Tania Bruguera, quien tiene una carrera internacional itinerante, regresó a La Habana. Su llegada coincidió con el anuncio del reacercamiento político entre Cuba y EE.UU. Implícita en este acontecimiento estaba la idea de que Cuba relajaría gradualmente su vigilancia sobre la disensión pública. Bruguera decidió protagonizar una representación teatral pública que pondría eso a prueba.
La obra El susurro de Tatlin #6, la había presentado antes, en la Bienal de La Habana en el 2008 y en el extranjero. Sus componentes básicos son sencillos: pone un micrófono e invita a quienquiera que desee hablar a que lo haga, sin censura, durante un minuto. Esta vez, para elevar la provocación, planeaba que el evento tuviera lugar en la Plaza de la Revolución.
La reacción oficial fue rápida. Tan pronto como anunció sus intenciones, la policía la puso bajo custodia bajo cargos de alterar el orden público. Las autoridades confiscaron su pasaporte cubano y amenazaron con llevarla a juicio. Si se aventura fuera de los límites de la ciudad, le han advertido, puede ser expulsada del país y se le impediría regresar. Su caso no ha avanzado desde entonces. (En los últimos días se le dijo que el caso estaba siendo cerrado temporalmente y que podía reclamar su pasaporte y abandonar el país. Pero como bien sabe, el caso pudiera ser reabierto en su ausencia y pudiera aprobarse una sentencia de exilio).
Pese a su limbo legal, no ha sido silenciada. En coincidencia con la inauguración de la bienal, llevó a cabo una lectura en vivo con voluntarios del libro de 1951 de Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo. La lectura tuvo lugar en la planta baja de su casa. Mientras se desarrollaba, una cuadrilla de reparadores de calles contratada por el gobierno apareció con martillos hidráulicos para amortiguar las voces. Cuando la lectura terminó y ella salió de su casa con el libro bajo el brazo, apareció la policía, la metió en un auto y la paseó durante horas interrogándola.
Hay mucho que podemos aprender de la XII Bienal de La Habana. Del performance de Bruguera estamos aprendiendo lo que el arte puede hacer –cosas riesgosas y reveladoras de la verdad– al artista y el público por igual. Bien podría ser que su performance, sin fin a la vista, sea aquella por la cual se recuerde a esta bienal. (I)