Mandela y la separación familiar
Las cartas desde prisión de Nelson Mandela, sobre todo las dirigidas a su familia, revelan que incluso la causa más loable no inocula a nadie ante la agonía de la separación.
Hace algunos años, la escritora Nikki Giovani me dio unos consejos para escribir sobre la vida de figuras públicas; la mayoría de ellos los entendí y anoté en un cuaderno. Sin embargo, uno de ellos me dejó perplejo: “Si recibes una carta de alguien en prisión, asegúrate de responder”. Me sentí confundido, pero también algo culpable. Me había llegado algo de correspondencia con la dirección del remitente en alguna penitenciaría y no había respondido. “Hazlo”, me dijo. “No sabes lo mucho que significa una carta para alguien en prisión. No puedes imaginar lo que tienen que hacer para conseguir tan solo la estampilla”.
Desde entonces he seguido ese consejo, pero en ocasiones no es posible responder. Quienes vivimos libremente en esta era de comunicaciones digitales muy seguido tomamos por sentado el correo no electrónico. Sin embargo, para quienes están encarcelados, es la mejor manera de contactar con una sociedad que los ha excluido.
Nelson Mandela fue, del 7 de noviembre de 1962 al 11 de febrero de 1990, un prisionero político en Sudáfrica; encarcelado por su papel como líder del Congreso Nacional Africano y la lucha de este en contra del régimen del apartheid. Cuatro años después de su salida fue votado presidente. Y hoy, casi cinco años después de su muerte a los 95, su legado como uno de los luchadores por la libertad más distinguidos e influyentes del siglo XX es innegable. Pero seguimos sin conocer mucho al hombre.
Como los prisioneros en todo el mundo, Mandela escribió cartas: cientos de ellas, cada una una autobiografía abreviada. Han sido coleccionadas en un libro de próxima publicación, The Prison Letters of Nelson Mandela, que incluye más de 250 de las misivas, más de la mitad de las cuales nunca han sido publicadas. De cierta manera, esas cartas hacen balancearse el pedestal sobre el cual se ha erigido su figura desde 1990, porque dejan entrever una humanidad complicada. No quiero decir “humanidad” como si dijera “con defectos”. Las cartas desde prisión no revelan fallas en los cimientos de su fe o su compromiso con la justicia; más bien los mensajes a su familia, amigos, compañeros, a funcionarios electos y administradores de la cárcel revelan a Mandela vulnerable como cualquier otro humano.
Sus cartas desde prisión, sobre todo las dirigidas a su familia, revelan que incluso la causa más loable no inocula a nadie ante la agonía de la separación.
La cárcel es un ambiente de carencias. Los encarcelados viven sin comida saludable, camas cómodas, cuidado de salud adecuado o la libertad de movimiento. Son sujetos a fuerte violencia, como si su condena invalidara las protecciones legales que deben tener. Esas carencias son duras, pero los escritos de Mandela indican otra fuente de violencia en el aislamiento: a los humanos encarcelados se les quita su familia.
Cuando estaba cautivo, Mandela era como Martin Luther King Jr., Mahatma Gandhi u otros líderes que lucharon contra el racismo y el colonialismo.
Las visitas
Nuestra humanidad surge de las relaciones más íntimas. A Mandela se le permitían visitas ocasionales. Las de Winnie Mandela, su esposa, eran muy restringidas. Sus hijas no pudieron verlo hasta que cumplieron 16 años. Las visitas, aunque eran preciadas, eran también efímeras, pero esas cartas sí le daban una conexión tangible con sus seres queridos. A lo largo de su periodo de encarcelamiento, sus captores incluso censuraron algunas de las misivas; al notar la fortaleza y consuelo que conseguía de estas hojas de papel hasta sorprende que las autoridades de la prisión le permitieran tener correo, punto.
Aunque hay límites para lo que pueden lograr un papel y una pluma. Cuando el hijo de Mandela, Thembi, murió en un accidente automovilístico, al sudafricano se le prohibió ir al funeral, y la cárcel lo privó de años claves de sus hijas. En una carta escrita a Zenani, una de ellas, poco después de su cumpleaños 12, le recuerda un encuentro breve que tuvieron casi una década antes, cuando él estaba escondido y vivía lejos de su casa. “En una esquina encontraste mi ropa. La recogiste, me la diste y me pediste que fuera a casa. Sostuviste mi mano por mucho tiempo, jalándola de manera casi desesperada mientras me rogabas que regresara”.
Ese recuento deja entrever otra función de las cartas: volver tangibles sus recuerdos. Quería recordarle a su hija de 12 que la amaba, pero también el amor que ella, a sus 2 años, sintió alguna vez por su padre desaparecido. Winnie Mandela también estuvo en prisión por un periodo breve cuando estaba embarazada de Zenani y Mandela le recuerda a su hija también que ella es una de las pocas personas que estuvo detrás de las rejas desde antes de nacer.
Es así que las cartas de Mandela cuentan una historia que va más allá de sus palabras. El libro incluye varias imágenes de las hojas, en las que su letra es cuidadosa pero abarrotada, como si quisiera incluir más palabras de las que puede haber en una hoja de papel. Quizá quería cuidar las raciones de papel y tinta que tenía, aunque también parece que quiere hacer un puente de palabras que lo acerque de la prisión al hogar en el que lo esperaban su esposa e hijos.
Hemos elegido celebrar la capacidad del perdón de Mandela sin meditar mucho qué es lo que tuvo que perdonar. Y estas cartas nos recuerdan el precio de su libertad. Las palabras se desbordan en las páginas, y aun así hay un sentimiento perturbador de que no expresa todo. Mandela escribía las cartas a sabiendas de que iban a ser censuradas.
Muchas veces hace preguntas sobre misivas previas que posiblemente fueron interceptadas o destruidas. En agosto de 1979 le escribió a Winnie: “¿Puedo suponer que no recibiste mi carta del 1 de julio? ¿Cómo explicar aquel extraño silencio en un momento en que el contacto entre nosotros es tan vital?”.
Probablemente sospechaba que las cartas serían leídas también por personas en todo el mundo. Esa falta de privacidad es una pérdida de la intimidad al centro de las relaciones que nos sostienen. Lamenta que “hay asuntos en la vida en los que terceros, sin importar quiénes sean, no deberían poder ser partícipes”. Aunque sabía cómo dejar ver miles de palabras no pronunciadas. A Winnie le escribió: “Sospecho que con la foto esperabas dirigir un mensaje especial que ninguna palabra es capaz de expresar. Quiero que sepas que lo capté”.
El Mandela que muchos veneramos desde su triunfal liberación en 1990 es un político envejecido, pero elegante, inteligente y accesible y, sobre todo, valiente y resiliente. Su cabellera gris y su cara sonriente, con el puño en alto como muestra de los problemas pasados, ha suplantado la imagen de un hombre mucho más joven que compareció ante una corte en 1962 en una capa hecha de la piel de chacales; cuando el puño en alto era un mensaje más inmediato de un desafío continuo e insurgencia civil. Su promesa de desmantelar el apartheid no solo le ganó el enojo del gobierno blanco ilegítimo de Sudáfrica, sino de administraciones como la de Ronald Reagan, en Estados Unidos, que lo tildó de terrorista.
Cuando salió, Mandela fue recibido con cenas de Estado y desfiles, y es gozoso ver que un héroe es justamente premiado. Sin embargo, la caída del apartheid e incluso el Premio Nobel de la Paz de 1993 (que compartió con el entonces presidente sudafricano F. W. de Klerk) no podía hacerlo recuperar lo que perdió: décadas de intimidad con una familia joven que creció en su ausencia.
Separar a alguien de sus seres queridos es la expresión más clara del poderío de un Estado sobre su pueblo. No puedo evitar pensar, al leer sobre la hija de Mandela que le rogaba que regresara a casa, en los niños que lloran en la frontera sur estadounidense. Comprendo el querer centrarse en la civilidad y elocuencia de Mandela en momentos tan duros. ¿Cómo –puede pensar uno– es que un hombre forma filosofías tan generosas y brillantes de cara a la crueldad y la injusticia? Mandela era único. ¿Qué tan seguido en una generación camina entre nosotros un gigante con brillantez y valentía que es guiado por un compás moral inmovible?
Pero no sería justo con la memoria de Mandela celebrar lo que lo distingue de otras personas que sufren con un propósito menos trascendental. Para honrar a Mandela, debemos recordarlo como un hombre; una de las millones de personas encarceladas que están separadas de sus familias y a quienes se les niegan derechos básicos.
En una carta a su hijo, Mandela escribió: “Quienes quieren borrar a la pobreza de este planeta deben utilizar otras armas, distintas a la bondad”. Se refiere a luchar con urgencia en contra de la estructura misma de la injusticia social. Tiene razón. Aunque quien lea la colección de sus cartas redescubrirá con ello también el poder de las pequeñas bondades que quedan en un papel y son guardadas en un sobre, algo que, a decir de una misiva de Mandela, tiene el poder de “irrumpir ante portones enormes de hierro y lúgubres muros de piedra para traer a la celda el esplendor y el calor de la primavera”.
Alguien, en alguna celda –en tu misma ciudad, en un centro de detención fronterizo, en un país que no conoces– está en espera de una carta.