Pedro Pan: Para nunca jamás
Entre 1960 y 1962, el éxodo de niños más grande del hemisferio occidental llevó a 14.048 jovencitos cubanos hasta Estados Unidos.
Los padres de buena parte de los niños de una naciente Cuba comunista tomaron la decisión más difícil de sus vidas hace poco más de 50 años: enviar a sus pequeños a Estados Unidos como refugiados, y en solitario, debido a que estaban convencidos de que la violenta llegada de Fidel Castro al poder terminaría por apoderarse de sus hijos.
Así había ocurrido en la China comunista como parte de una estrategia de adoctrinamiento estatal. En el desarrollo de la revolución cultural china, Mao Zedong, quien proclamó la República Popular China en 1949, decía: “las familias deben entender que sus hijos no son de su propiedad privada, son hijos del Estado y el Estado está obligado a formarlos para que sean protagonista de la sociedad comunista.”
Escape con dolor
El histórico éxodo fue conocido como Operación Pedro Pan (Peter Pan), porque se decía que los niños viajarían a la tierra de Nunca Jamás. El diario El Nuevo Herald cuenta que fue organizado por James Baker, maestro de la Rouston Academy en La Habana, y lo ejecutó el sacerdote irlandés Bryan Walsh, director de la Catholic Welfare Bureau, con el dinero y la aprobación del gobierno de Estados Unidos.
Para ello emplearon aviones comerciales en una operación que permaneció casi secreta durante aproximadamente tres décadas, ya que recién en 1988 comenzó a difundirse masivamente a través de un artículo de la revista Reader’s Digest. Y fue a través del esfuerzo de la Operación Pedro Pan Group, Inc., que reúne a muchos de esos refugiados, que ese nombre se hizo conocido en EE.UU. y el mundo.
Esa entidad es la mayor aliada del Museo History Miami, ubicado en esa ciudad de Florida, para brindar al público la exhibición “Operación Pedro Pan: El Éxodo de Niños Cubanos”, que fue inaugurada el 26 de junio y permanecerá abierta hasta el 17 de enero próximo.
La exhibición no solo presenta artefactos, también narra cómo esas familias tomaron aquella difícil decisión que llevaría a sus hijos a hogares sustitutos en 30 estados de Estados Unidos, con la promesa de reencontrarse tiempo después. “Con el uso de testimonios en video, cartas privadas, diarios y fotografías, la exhibición llevará a los visitants en una trayectoria desde Cuba a Miami y más allá. A través de ambientes recreados, el museo les dará a los visitantes una vislumbre del pasado de los niños y los campamentos donde vivieron al llegar a los Estados Unidos”, indica un comunicado del museo.
Aquella realidad
Los testimonios nos ayudan a entender los hechos. Por ejemplo, el de Guillermo Paz, actual miembro de Operación Pedro Pan Group, Inc. A la edad de 8 años, en 1958, Paz era un cubanito feliz que desayunaba café con leche en las mañanas, estudiaba en una escuela católica, jugaba con sus amigos del barrio a las canicas y a las escondidas, veía El Llanero Solitario en la televisión, y siempre tenía una moneda en el bolsillo para comprarse una bebida gaseosa o una rebanada de mortadela.
“1959 comenzó con mucha fanfarria”, cuenta Paz sobre el fin de la dictadura de Fulgencio Batista. “Al principio me pareció fascinante cuando Fidel (Castro) y sus barbudos entraron a La Habana. Ellos nos mostraban sus armas a los niños y nos daban balas como souvenir”, indica este hombre.
Pero agrega que sintió que la fascinación duraría poco, ya que pasaron algunas semanas para que sus programas favoritos fueran reemplazados por fusilamientos públicos televisados, ya no podía comprar nada en las tiendas y tampoco podía salir a jugar con sus amigos a la calle, debido a que en una ocasión fue perseguido a disparos por un miliciano simpatizante de Castro, quien erróneamente lo consideró partidario del depuesto Batista.
Tal escenario social motivó la respuesta de los adultos cubanos, aunque detractores declaran que la Operación Pedro Pan solo fue una iniciativa del gobierno estadounidense y la Agencia Central de Inteligencia (CIA) para combatir al régimen de Fidel Castro.
Paz cuenta, en la página web pedropan.org, que vivió con unos padrinos en Miami hasta que, dos años después, su madre y hermana, llegaron para asentarse también en Estados Unidos. Y su padre arrivó dos años más tarde. “Mi papá llegó a contarme que, desde mi partida, mi mamá lloraba cada noche antes de dormir”.
Pero muchos de aquellos niños tuvieron que resignarse a crecer sin sus familias y sin la patria que los había visto nacer. (M.P.) (I)
Informes: www.historymiami.org.
Memorias de una niñez cubana
Por: Carlos A. Ycaza
La primera impresión es desconcertante. Esperando nieve en La Habana (Waiting for snow in Havana) se subtitula “Confesiones de una niñez cubana”, pero Carlos Eire escribe su libro con un toque de realismo mágico que motivó a su editor a tomar una decisión: “Esto no es ficción, es tu autobiografía y así debe venderse”. Estas impresiones desgarradoras de Eire en su excéntrico núcleo familiar en La Habana durante los años que preceden a la revolución (1959) y los meses que la siguen hasta su partida a Miami, son un testimonio íntimo y terriblemente doloroso de la disolución de su hogar y la pérdida de su patria, al ser enviado por sus propios padres junto a su hermano en el operativo Pedro Pan.
“Cuando el pasado se convierte en una novela nuestras memorias se afilan”, dice en el prefacio. Por eso la narración nunca está desprovista de ese humor cubano, a veces irónico y muy incisivo que nos hace sentir a sus padres de la manera como él los veía, en una inocencia que se rompe con el abandono el día del viaje en avión de la mano de su hermano, a los 11 y 13 años, respectivamente. Eire nunca volvió a ver a su padre, un coleccionista de arte que le valió el sobrenombre de Luis XVI y a su madre el de María Antonieta. En los años de Batista ellos tenían las comodidades de una clase media más o menos adinerada que les permitía muchos sueños de Hollywood. Eso es también motivo de contrastes que balancean percepciones siempre ligadas a dolorosas verdades que le valieron al libro el reconocimiento del National Book Award en 2003.
Eire volvió a la palestra ocho años después con Aprendiendo a morir en Miami (Learning to die in Miami), una continuación del primer libro, retomado desde el momento en que pisa el suelo estadounidense, enviado a hogares norteamericanos para un “aprendizaje de vida” –hay que ponerlo así, entre comillas– porque Eire tampoco forma parte del sueño norteamericano que media humanidad parece buscar. Él asume la sociedad anglosajona para su propia formación, como educador universitario y acérrimo crítico de la revolución cubana que lo dejó sin piso.
Todo con la agridulce visión de un hombre que nos conecta perfectamente a un humanismo disidente, libertario, necesario y vital, sin dejar sus principios religiosos en el día redentor de la escritura de estas memorias: “Gloria a los que están abajo / Gloria a los que están todavía más abajo / Gloria también a ese hediondo pesebre en la hedionda Belén / Paz a aquellos que fracasan miserablemente / Paz en la tierra a los que les arrancan las ilusiones y el amor por sus sueños / Este día es para ellos”.