El huevo: Sabrosas anécdotas
“Definitivamente, la gastronomía no es solamente el arte de comer o de criticar restaurantes, sino aquella curiosidad que nos impulsa a recorrer el mundo más insólito”.
Desde la prehistoria consumieron cualquier tipo de huevo, incluyendo los de tortuga, aligátor, avestruz, pichones. Siendo niño recuerdo haber pillado más de una vez huevos tibios en el gallinero familiar. No tenemos en español el equivalente del verbo galo gober: hacer un agujero en los dos extremos del huevo para succionar el contenido. En inglés sería swallow, que evoca bien el asunto.
Salvador Dalí sublimó aquel ovoideo símbolo. Recuerdo haber visitado el Museo de Figueras, contemplado los huevos gigantescos que coronan la Torre Galatea. Velásquez pintó su cuadro de las viejas friendo huevos. El producto tiene antecedentes nobles. En Bolivia hacen obras de arte utilizando la cáscara, también realiza Gary Le Master maravillas cinceladas. Fabergé creó obras finas de joyería para coleccionistas. En Guadalajara imaginaron una exposición insólita en la que los huevos adquirían vida propia. Han oído seguramente hablar de las limpiezas espirituales con huevos realizada por las brujitas, creencias inocentes que causan gracia. De ahí vendrán centenares de recetas.
Gracias al huevo tenemos salsas de lujo: holandesa, bearnesa, mayonesa, golf, aioli, la crema catalana. Los flanes, desayunos enloquecedores con huevos benedictinos, escalfados, revueltos, a la copa con tiras de pan y prosciutto, tocino, jamón, espárragos. Un buen omelette acepta cualquier tipo de relleno, queso, acelga, cebolla, champiñones, camarones, tomates, bacalao, espinaca, atún y desde luego papas (española). Se puede lograr una tortilla sin usar huevos, sino harina de garbanzos leche, queso crema y cebolla.
No es tan sencillo lograr un buen huevo frito, unos lo prefieren crocante echándolo en aceite de oliva muy caliente, otros lo quieren blandito, sedoso, cocido en mantequilla a fuego lento. En el renombrado Mont Saint Michel (Monte San Miguel), en Normandía, se puede saborear la tortilla más famosa del mundo l’omelette de la Mère Poulard (la tortilla de la Comadre Poulard), en la que se bate la clara a punto de nieve para obtener un plato esponjoso, voluminoso, nada extraordinario para mi gusto, pero pagado por los turistas a precios astronómicos ($ 30 la porción, “the most expensive omelette of my life”, me dijo un anglosajón escandalizado).
Más interesante es aquel omelette que realizan cada año en el pequeño pueblo de Beissières durante un festejo organizado por una cofradía fundada en 1973. La tortilla se cuece con quince mil huevos sobre leña en una sartén que mide cuatro metros de diámetro, siendo la agarradera un poste telegráfico, se la reparte gratuitamente a los visitantes. La sartén pesa 1,2 tonelada.
Los miembros de la Cofradía desfilan con su banda y su uniforme: gorro de chef, saco blanco, pantalón negro. Para acompañar la tortilla elaboran panes de dos metros treinta de largo y pesan entre 20 y 30 kilos. Nombran cada año nuevos Chevaliers de l’Omelette, recordándome un cuento de Édgar Poe dedicado al Duque de l’Omelette, quien hace un pacto con el diablo para volver a la vida terrenal.
Prestan a Einstein una sabrosa anécdota. Le preguntaron si podía exponer de un modo sencillo su teoría de la relatividad, el científico contestó: “¿Me puede explicar usted cómo se fríe un huevo?”, “claro que sí”, dijo el interlocutor. A lo cual Einstein ripostó: “Pues hágalo, pero imaginando que yo no sé lo que es un huevo, una sartén ni el aceite ni el fuego”.
Definitivamente, la gastronomía no es solamente el arte de comer o de criticar restaurantes, sino aquella curiosidad que nos impulsa a recorrer el mundo más insólito. Por cierto, el Libro Guinness de los Récords establece una tortilla de papa elaborada con 145 mil huevos.