Comprando el amor
Una de las peores secuelas de la culpabilidad que atormenta hoy a la mayoría de los padres es que se han revertido los términos de nuestras relaciones con los hijos. Hasta donde recuerdo, los esfuerzos de mi papá y mi mamá estaban encaminados a lograr que nosotros los respetáramos, obedeciéramos sus órdenes, tuviéramos buenos modales y fuéramos estudiantes consagrados. Es decir, su función no era complacernos sino educarnos. Agradar era asunto nuestro, no suyo.
Mientras que hasta hace solo un par de generaciones los niños hacían lo posible por complacer a sus padres, hoy somos nosotros los que hacemos hasta lo imposible por complacer a los hijos. Parece que los sentimientos de culpa nos hacen creer que, como siempre hay algo en que nos hemos equivocado, no somos merecedores del amor de los hijos y por lo tanto tenemos que ganárnoslo. Lo más grave es que desde el momento en que son los hijos quienes nos otorgan su amor y nosotros quienes tenemos que merecérnoslo, ellos tienen el poder en la familia. Es por eso que hoy los niños mandan y los padres obedecen, una situación sin precedentes en las generaciones anteriores.
El esfuerzo por ganar la ‘amistad’ de los hijos nos convierte en sus aliados, por lo que estamos dispuestos a defenderlos ante la autoridad, ante el colegio, ante los profesores, es decir, ante todo el que se atreva a contrariarlos. Esto da lugar a que los hijos se convierten en personas irreverentes e irresponsables, que van por la vida exigiendo derechos que no tienen y privilegios que no se merecen, gracias a que sus padres les solucionamos cualquier problema que tengan.
El amor de los hijos no se compra y menos aún a base de convertirnos en sus pares. El precio a pagar no puede ser colocarlos en el lugar que nos corresponde como padres porque los dejamos huérfanos. Lo que nos hará merecedores de su afecto y admiración será la dedicación con que estemos al mando de sus vidas hasta que tengan la madurez para hacerlo por sí mismos. Esto significa que nuestra función hoy no es subyugar a los hijos como en el pasado y tampoco rendirnos a sus pies, sino liderar su travesía inicial para que puedan llegar a ser capitanes idóneos de sus propias vidas. (O)