El matrimonio y la enfermedad mental
Es una prueba durísima que ningún matrimonio se prepara para enfrentar, pero para muchas parejas es una realidad fatídica. La vida conyugal de por sí ocasiona momentos estresantes que muchas veces producen crisis aun en personas de mente relativamente equilibrada. Si a esto le añadimos que una de las características básicas de la enfermedad mental es la disminución de la capacidad para tolerar el estrés, tendremos una relación que a menudo estará al borde del precipicio.
En un reciente estudio multinacional se determinó que la enfermedad mental en uno o ambos miembros de la pareja incrementa la probabilidad de divorcio entre el 20 y el 80%, siendo la depresión, la adicción y la bipolaridad las de mayor incidencia (aunque otras quince alteraciones también fueron significativas).
¿Entonces el diagnóstico de enfermedad mental debe interpretarse como el principio del final del matrimonio? La respuesta corta es no. Un hogar puede sobrevivir al problema si se lo acepta desde su descubrimiento, se toman las medidas terapéuticas apropiadas y cada uno de los involucrados ejecuta su participación de la manera que quede establecida. Se puede vivir con la enfermedad mental y disminuir sus efectos adversos (manteniéndolos en remisión) si el proceso se realiza disciplinadamente.
La actitud y comportamiento del cónyuge son centrales para alcanzar estos objetivos. No hay que actuar como guardián, enfermera (o, mucho peor, juez) de la persona afectada. Hay que ayudarla, sobre todo al comienzo, con su medicación y terapia hasta que lo pueda hacer independientemente. A menudo es necesario y recomendable que el resto de la familia participe del proceso psicoterapéutico (todos tienen un papel que cumplir).
En el camino hacia la rehabilitación se irá alcanzando metas progresivamente hasta lograr la máxima autonomía posible, tal vez pasando por algunos episodios que pondrán a prueba la paciencia y el sentido común. Aquí es cuando conviene mirar todo el cuadro y no solo los detalles del momento. (O)