Estar contentos no es ser felices
Hoy la meta de la mayoría de los padres es que los hijos sean felices. Y no hay nada de malo en ello. Lo grave es que la cultura consumista, en su esfuerzo por vendernos cuanta cosa se produce masivamente asegurándonos que nos hará felices, también nos vendió la idea de que la felicidad consiste en vivir siempre gratificados y divertidos, sin ninguna carencia, tristeza o incomodidad. Y tal parece que esta es la clase de felicidad que los padres ahora nos esforzamos por darles a los hijos.
Con este propósito, la vida de los niños está cada vez más llena de toda suerte de actividades entretenidas para mantenerlos contentos. Ya no es suficiente mandarlos a un campo de verano o al club a que hagan deportes en las vacaciones, ahora hay que tenerles otros planes para los ratos que les quedan libres. Y a lo largo del año hay que permitirles que vivan de plan en plan y complacerlos en cuanto capricho tengan para seguirlos viendo sonrientes, todo lo cual implica que los padres corramos y gastemos sin misericordia.
Lo triste es que el resultado de este esfuerzo es todo lo contrario a lo que esperamos: niños inconformes, insaciables, que no saben entretenerse porque nunca lo han hecho y que no ambicionan nada pero lo exigen todo. Y padres exhaustos, estresados y que viven la crianza como una agotadora maratón que los tiene arruinados. Lo contradictorio es que todo esto lo hacemos para garantizar su felicidad y por ende la nuestra.
Lo que les está dejando esta vida llena de privilegios y diversiones es un estado de indiferencia por saturación, porque no tienen desafíos, ni ideales heroicos, ni grandes metas puesto que lo único que les interesa es divertirse. Es decir, no hay una buena razón para vivir, lo que significa que el precio de una felicidad tan trivial es una vida sin sentido. No sin razón se ha dicho que “la tragedia de los pobres es que no tienen con qué vivir y la de los ricos es que no tienen para qué vivir”. (O)
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