El final: La historia de Buda
Animado por el alimento que acababa de tomar, él no dio importancia a la partida de los antiguos discípulos; se sentó junto a una higuera y continuó meditando sobre la vida y el sufrimiento. Para ponerlo a prueba, el dios Mara envió a tres de sus hijas, que procuraron distraerlo con pensamientos sobre el sexo, la sed y los placeres de la vida. Pero Sidarta estaba tan absorto en su meditación que no se dio cuenta de nada: en aquel momento él estaba pasando por una especie de revelación, recordando todas sus vidas pasadas. A medida que lo hacía, recordaba también las lecciones que había olvidado (ya que todos los hombres aprenden lo necesario, pero raramente son capaces de utilizar lo que aprendieron). En su estado de éxtasis, experimentó el Paraíso (Nirvana), donde “no hay tierra, ni agua, ni fuego, ni aire, que no es este mundo ni otro mundo, y donde no existe ni sol, ni luna, ni nacimiento, ni muerte. Allí está el fin de todo el sufrimiento del hombre”.
Al final de aquella mañana él había alcanzado el verdadero sentido de la vida y se había transformado en Buda (el iluminado). Pero en vez de permanecer en ese estado por el resto de sus días decidió regresar a la convivencia humana y enseñar a todos lo que había aprendido y experimentado.
Aquel que antes se llamaba Sidarta –ahora transformado en Buda– partió hacia la ciudad de Sarnath, donde se encontró con sus antiguos compañeros. Explicó que no fue feliz siendo un príncipe que lo poseía todo, pero que tampoco aprendió la sabiduría a través de la renuncia total.
Lo que el ser humano debía buscar para alcanzar el Paraíso era el llamado “camino del medio”: ni procurar el dolor ni ser esclavo del placer.
Los hombres, impresionados con aquello que oían de Buda, decidieron seguirlo. A medida que escuchaban la buena nueva, más discípulos se añadían al grupo, y Buda comenzó a organizar comunidades de devotos, partiendo del principio de que ellos podían ayudarse mutuamente en los deberes del cuerpo y del espíritu.
En uno de estos viajes regresó a su ciudad natal, y su padre sufrió mucho al verlo pidiendo limosna. Pero él besó sus pies diciendo: “Usted pertenece a un linaje de reyes, pero yo pertenezco a un linaje de Budas, y miles de ellos también vivían de limosnas”. El rey se acordó de la profecía que había sido hecha durante su concepción, y se reconcilió con Buda. Su hijo y su mujer, que durante muchos años se habían quejado de haber sido abandonados, terminaron por comprender su misión, y fundaron una comunidad dedicada a transmitir sus enseñanzas. Cuando estaba llegando a los ochenta años de edad comió un alimento en mal estado y supo que moriría de la intoxicación. Ayudado por los discípulos consiguió viajar hasta Kusinhagara, donde se acostó por última vez al lado de un árbol. Buda llamó a su primo, Ananda, y le dijo: “Estoy viejo, y mi peregrinación en esta vida se halla próxima a finalizar. Mi cuerpo se parece a un carruaje que ya fue muy usado y se mantiene funcionando apenas porque algunas de sus piezas están atadas con tiras de cuero. Pero ahora, basta, es el momento de partir”.
Después se dirigió a sus discípulos y quiso saber si alguien tenía alguna duda. Nadie dijo nada. Tres veces repitió la pregunta, pero todos permanecieron en silencio.
Dijo entonces sus últimas palabras: “Todo lo creado está sujeto a la decadencia y a la muerte. Todo es transitorio. La única cosa verdadera es: trabajad vuestra propia salvación con disciplina y paciencia”. Buda murió sonriendo. Sus enseñanzas, hoy codificadas bajo la forma de una religión filosófica, están esparcidas por toda Asia. Consisten en esencia en una profunda comprensión de sí mismo y un gran respeto por el prójimo.