La historia de Buda (II): Y el sentido de su vida

Por Paulo Coelho
31 de Enero de 2016

“Todo lo creado está sujeto a la decadencia y a la muerte. Todo es transitorio. La única cosa verdadera es: trabajad vuestra propia salvación con disciplina y paciencia”.

La semana pasada conté cómo Sidarta decidió abandonar todo después de conocer el sufrimiento humano. Pasó seis años meditando y sus discípulos no lo perdonaron que haya bebido leche, pues consideraron que no ha sido capaz de resistirse.

Animado por el alimento que acababa de tomar, él no dio importancia a la partida de los antiguos discípulos; resolvió continuar meditando sobre la vida y el sufrimiento. Para ponerlo a prueba, el dios Mara envió a tres de sus hijas, que procuraron distraerlo con pensamientos sobre el sexo, la sed y los placeres de la vida. Pero Sidarta estaba tan absorto en su meditación que no se dio cuenta de nada: en aquel momento él estaba pasando por una especie de revelación, recordando todas sus vidas pasadas. A medida que lo hacía, recordaba también las lecciones que había olvidado.

En su éxtasis, experimentó el paraíso (nirvana), donde “no hay tierra, ni agua, ni fuego, ni aire, que no es este mundo ni otro mundo, y donde no existe ni sol, ni luna, ni nacimiento, ni muerte. Allí está el fin de todo el sufrimiento del hombre”.

Al final de aquella mañana él había alcanzado el verdadero sentido de la vida y se había transformado en Buda (el iluminado). Pero en vez de permanecer en ese estado decidió regresar a la convivencia humana y enseñar a todos lo que había aprendido.

Aquel que antes se llamaba Sidarta dejó atrás el árbol bajo cuyas ramas había conseguido alcanzar la iluminación y partió hacia la ciudad de Sarnath, donde se encontró con sus antiguos compañeros; dibujó un círculo en el suelo para representar la rueda de la existencia que lleva constantemente al nacimiento y a la muerte. Explicó que no había sido feliz siendo un príncipe que lo poseía todo, pero que tampoco había aprendido la sabiduría a través de la renuncia total. Lo que el hombre debía buscar para alcanzar el paraíso era el “camino del medio”: ni procurar el dolor ni ser esclavo del placer.

Los hombres, impresionados con aquello que oían  decidieron seguirlo, peregrinando de ciudad en ciudad. A medida que escuchaban la buena nueva, más y más discípulos se añadían al grupo.

En uno de estos viajes, regresó a su ciudad natal, y su padre sufrió mucho al verlo pidiendo limosna. Pero él besó sus pies diciendo: “Usted pertenece a un linaje de reyes, pero yo pertenezco a un linaje de Budas, y miles de ellos también vivían de limosnas”. El rey se acordó de la profecía que había sido hecha durante su concepción, y se reconcilió con Buda. Su hijo y su mujer, que durante muchos años se habían quejado de haber sido abandonados, terminaron por comprender su misión, y fundaron una comunidad dedicada a transmitir sus enseñanzas.

Cuando estaba llegando a los ochenta años de edad comió un alimento en mal estado y supo que moriría de la intoxicación. Buda llamó a su primo, Ananda, y le dijo: “Estoy viejo, y mi peregrinación en esta vida se halla próxima a finalizar. Mi cuerpo se parece un carruaje que ya fue muy usado y se mantiene funcionando apenas porque algunas de sus piezas están atadas con tiras de cuero. Es el momento de partir”.

Después se dirigió a sus discípulos y quiso saber si alguien tenía alguna duda, pero todos permanecieron en silencio. Sus últimas palabras fueron: “Todo lo creado está sujeto a la decadencia y a la muerte. Todo es transitorio. La única cosa verdadera es: trabajad vuestra propia salvación con disciplina y paciencia”.

Buda murió sonriendo. Sus enseñanzas, hoy codificadas bajo la forma de una religión filosófica, están esparcidas por toda Asia. Consisten en esencia en una profunda comprensión de sí mismo y un gran respeto por el prójimo. (O)

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