Parte final Manuel va al Paraíso
En las dos columnas anteriores analicé la vida de Manuel, que anda siempre ocupado, pensando que el trabajo, sea cual sea, da sentido a la vida, y sin preguntarse nunca cuál es ese sentido. Más tarde, Manuel se jubila. Disfruta un poco de la libertad de no tener hora para levantarse y así poder emplear su tiempo en hacer lo que le gusta.
Pero enseguida cae en una depresión: se siente inútil, apartado de la sociedad que él ayudó a construir, abandonado por los hijos, que ya han crecido, incapaz de entender el sentido de la vida, pues jamás se preocupó por responder a la famosa cuestión: “¿Qué hago aquí?”.
Pues bien, un día, nuestro querido, honrado, abnegado Manuel muere, como les sucederá a todos los Manueles, Paulos, Marías, Mónicas de la vida. Y ahora cedo la palabra a Henry Drummond, en su brillante libro El Don Supremo, para describir lo que sucede a partir de ese momento:
Todos nosotros, en algún momento, nos hemos hecho la misma pregunta que se hicieron todas las generaciones anteriores:
¿Qué es lo más importante de nuestra existencia? Queremos emplear nuestros días de la mejor manera posible, puesto que nadie puede vivir la vida por nosotros. Por ello necesitamos saber: ¿hacia dónde debemos dirigir nuestros esfuerzos, cuál es el objetivo supremo que hay que alcanzar?
Estamos acostumbrados a oír que el tesoro más importante del mundo espiritual es la fe. Sobre esta simple palabra se sostienen muchos siglos de religión.
¿Por qué consideramos la fe lo más importante en el mundo? Pues estamos completamente equivocados. En su epístola a los Corintios, capítulo XIII, San Pablo nos conduce a los primeros tiempos del cristianismo. Y termina diciendo: “Ahora subsisten la fe, la esperanza y el amor, estos tres. Pero el mayor de todos ellos es el amor”.
No se trata de una opinión superficial de San Pablo, autor de estas frases. A fin de cuentas, justo antes, en la misma epístola, hablaba de la fe. Decía:
“Aunque tenga plenitud de fe como para trasladar montañas, si no tengo amor, nada soy”.
San Pablo no eludió el asunto; antes al contrario, comparó la fe con el amor. Y concluyó:
“(...) el mayor de todos ellos es el Amor.”
San Mateo nos da una descripción clásica del Juicio Final: el Hijo del Hombre se sienta en un trono y separa, cual pastor, las cabras de las ovejas.
En ese momento, la gran pregunta del ser humano no será: “¿Cómo viví?”.
Será: “¿Cómo amé?”.
La prueba final de toda búsqueda de la salvación será el amor. No se tendrá en cuenta lo que hicimos, aquello en lo que creímos, lo que conseguimos.
Por nada de eso habremos de rendir cuentas. Habremos de rendir cuentas por el modo en que amamos al prójimo. Los errores que cometimos ni siquiera serán recordados. Seremos juzgados por el bien que dejamos de hacer. Pues mantener el amor encerrado dentro de sí es ir contra el espíritu de Dios, es la prueba de que nunca lo conocimos, de que Él nos amó en vano, de que su Hijo murió inútilmente. En este caso, nuestro Manuel está a salvo en el momento de su muerte, porque a pesar de no haber dado jamás un sentido a su vida, fue capaz de amar, proveer a su familia y ser digno en aquello que hacía. Sin embargo, aunque tenga un final feliz, el resto de sus días en la Tierra fue muy complicado.
Repitiendo una frase que oí de boca de Simon Peres en el Foro Mundial de Davos: “Tanto el optimista como el pesimista terminan muriendo. Pero los dos aprovecharon la vida de manera completamente diferente”.