Temores cotidianos: Diálogo con el demonio
“Los frutos de mi vida hablan por mí, y aunque un día pueda suceder una tragedia, sé que no he dejado correr mi vida sin arriesgar”.
Un hombre mira el atardecer desde una bonita playa, junto a su mujer, en algún momento de sus merecidas vacaciones. Todo parece perfectamente en su sitio, y de repente, del fondo de su corazón surge una voz simpática, amigable, pero con una pregunta difícil: –¿Estás contento?
–Sí, sí que lo estoy –responde.
–Entonces mira detenidamente a tu alrededor.
–¿Quién eres tú?
–Soy el demonio. Y no puedes estar contento, pues sabes que, más tarde o más temprano, la tragedia puede irrumpir y desequilibrar tu mundo. Extiende tu mirada en torno, cuidadosamente, y entiende que la virtud es apenas uno de los lados del terror.
Y el demonio comienza a mostrar todo lo que está ocurriendo en la playa: El excelente padre de familia que en estos momentos está recogiendo los bártulos y vistiendo a los niños, al que le gustaría tener una aventura con su secretaria, pero no se atreve por miedo a la reacción de su mujer.
La mujer, a quien le gustaría ser independiente, pero no se atreve por la reacción del marido.
Los niños, que se portan bien por miedo a los castigos.
La jovencita que lee un libro fingiendo displicencia cuando en lo más hondo está aterrorizada con la posibilidad de no encontrar nunca al amor de su vida. El chico que juega a las palas, y está también aterrado por la presión de tener que satisfacer las expectativas de sus padres.
El viejo que no fuma ni bebe afirmando que así se siente con más energía para todo, cuando en realidad es que el terror a la muerte le susurra constantemente cosas al oído, como el aire.
La pareja que pasa corriendo, salpicando en el agua de la orilla, la sonrisa, y su terror encerrado bajo siete llaves, terror de hacerse viejos, de perder el atractivo, de depender de los otros.
El hombre que para su lancha a la vista de todos y saluda con la mano, sonriendo, muy moreno, carcomido por el miedo de perder su dinero en cualquier momento.
El dueño del hotel que sale a saludar a sus huéspedes procurando dejarlos a todos contentos, pero escondiendo “fallas” contables.
Terror de quedarse solo, terror de la oscuridad que puebla la imaginación de demonios, de hacer cualquier cosa que se salga de las buenas costumbres, del juicio de Dios, de los comentarios de los hombres, de la justicia que castiga cualquier falta, de la injusticia que deja a los culpables en libertad para hacer más daño, de arriesgarse y perder, de ganar y tener que convivir con la envidia, de amar y ser rechazado, de pedir un aumento, de aceptar una invitación, de ir a lugares desconocidos, de no conseguir hablar otro idioma, de no ser capaz de impresionar, de hacerse viejo, de morir, de pasar desapercibido.
–Espero que esto te haya dado algún consuelo. No eres el único que tiene miedo.
–Por favor, no te vayas sin escuchar lo que tengo que decir –respondió el hombre–. Tenemos una facilidad asombrosa para detectar dolores, remordimientos, heridas... o terror, que es lo que a ti te gusta. Pero te contaré una historia. Había un manzano que estaba tan cargado de manzanas que no conseguía dejar que sus ramas cantasen con el viento. Alguien que pasaba por allí le preguntó por qué no intentaba llamar la atención como hacía el resto de los árboles. “Mis frutos son mi mejor propaganda”, dijo el árbol.
Es verdad que no me diferencio gran cosa de los demás, y que mi corazón también alberga muchos miedos. Pero, a pesar de todo, los frutos de mi vida hablan por mí, y aunque un día pueda suceder una tragedia, sé que no he dejado correr mi vida sin arriesgar.
Y el demonio, decepcionado, se marchó a intentar asustar a algún otro más débil. (O)