Y se casaron... ¿y fueron felices?
Parece que cada vez hay más matrimonios que se acaban simplemente porque “no somos felices”. Esto me hace pensar que, con alguna frecuencia, las parejas se casan con la idea que nos planteaban los cuentos de hadas al terminar con el consabido “... y se casaron y fueron felices”.
El matrimonio no es un estado ideado para garantizarnos una felicidad perpetua, porque la vida conyugal no es tan solo una experiencia llena de vivencias divertidas y agradables. Es también una suma de sacrificios, de esfuerzos y de momentos de incertidumbre, de angustia, de dolor... tanto como de alegría y satisfacción, gracias a los esfuerzos que hacemos por construir el entorno en que soñamos formar nuestra familia.
La vida matrimonial es una experiencia de crecimiento que nos llama a servir, a contribuir, a ayudar, a comprender, a ceder y a anteponer lo que beneficia a nuestra familia sobre lo que nos agrada o nos conviene como individuos. Y por eso es una maravillosa escuela para aprender a dar lo máximo de nosotros mismos.
Si tenemos en cuenta que para ser felices no hay que tener más sino dar más, ni tampoco gozar más sino servir más, y que lo que se logra no es que nos sintamos más a gusto sino que nos sintamos valiosos y apreciados por nuestros seres queridos, podremos darnos cuenta de que todo lo que precisamos para experimentar la felicidad que tanto anhelamos en nuestra vida conyugal depende de nosotros.
A decir verdad, la felicidad no es una meta que se alcanza, sino un resultado de la satisfacción de haber hecho todo lo posible para conformar un hogar en el que reinen la solidaridad, el afecto y la armonía que soñamos tener en nuestra familia. Lo bueno es que nada de esto vale un peso, pero sí un gran esfuerzo que nos beneficia a todos, porque la recompensa es que los hijos crezcan rodeados de lo que más necesitan: sentirse profundamente amados por unos padres que se aman.