Padres perfeccionistas
Puede ser tentador pensar que exigir sin límites hará a los hijos más inteligentes, proactivos y proclives a tener todo en la vida, pero se cae en el riesgo de no saber canalizar el esfuerzo y dedicación que se les demanda, y peor aún, en no dar el afecto y la aprobación necesarios.
“Cuando oigo perfeccionismo, se me viene a la mente una alumna del colegio cuya mamá no aceptaba ni 17/20”, recuerda Íngrid, educadora por casi 30 años. “Cómo sufría. Era un atado de nervios cuando iba a recibir los exámenes, y dudaba de si había salido excelente. La mayoría de las veces lo conseguía. Pero si no, la castigaban, no iba a fiestas o cosas así”.
Y el perfeccionismo no está en decadencia, como dice Hara Estroff Marano, editora general de Psychology Today. “La presión para que los hijos triunfen está en auge, porque los padres ahora obtienen estatus de eso. Y mientras tanto, los chicos lo perciben como crítica”.
¿Qué hace el perfeccionismo con el joven? Para empezar, le impide disfrutar de experiencias desafiantes, y por tanto, “no puede descubrir qué le gusta verdaderamente o cómo crear su propia identidad. Reduce el juego y la asimilación de conocimiento”. Al reducir la creatividad y la innovación, no le permite adaptarse a un mercado global.
Pero hay más que eso, dice Marano. Es una fuente constante de emociones negativas. La persona se enfoca en aquello que más quiere evitar: la evaluación negativa. “El perfeccionismo es una libreta de notas sin fin; mantiene a la gente completamente absorta en una perpetua autoevaluación, cosechando frustración, ansiedad y depresión”.
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Mensajes inquietantes
No es indispensable defender abiertamente la perfección como un ideal para los hijos. Se lo puede hacer sin darse cuenta. De manera directa o indirecta, se les hace llegar el mensaje de que tienen que ser infalibles. “Un padre exigente es autoritario y le dice a su hijo cómo actuar, cómo descubrir, cómo resolver”, explica la psicopedagoga María de Lourdes León.
En vez de habilitarlo, esto le impide al hijo explorar, manipular, equivocarse y aprender. “No premia el esfuerzo, simplemente dice: ‘La próxima quiero una mejor nota o quiero que lo hagas de esta forma’. Un padre exigente aplaude que su hijo se frustre, llore y haga pataletas cuando algo no le sale bien. Asimismo, piensa que adelantarlo en habilidades y conocimientos va a hacer que cuando llegue su momento, lo haga perfecto”.
Tal vez, al hacerlo, estamos proyectando mensajes que nos llegaron en la juventud… O tal vez no. “Es muy posible que repitamos lo que hicieron con nosotros”, concede León, “pero también es posible que nuestros padres hayan sido poco afectuosos y preocupados y que por eso tomemos la decisión de hacer lo contrario”.
Excelente, no perfeccionista
Ser demasiado exigente no es lo mismo que tener altos estándares o ser organizado. Mucha de la gente que es exitosa tiene grandes expectativas de sí mismos, como dijo a Marano el psicólogo Randy O. Frost. “Y suelen ser felices”.
Lo que hace que la vida sea una búsqueda de perfección es la excesiva preocupación por los errores. Creer que una equivocación hará que los otros piensen mal. El desempeño es indispensable al pensar en sí mismos. Y es paralizante ante la crítica paterna.
“Los padres demandantes y críticos ponen mucha presión en los hijos”, dice Frost. “Y se transmite en maneras sutiles”, añade Marano. “Un chico puede percibir que la aprobación está ligada al desempeño”. Si el padre solo se entusiasma cuando el hijo logra algo, entonces el ambiente demuestra que el amor es condicional, aunque no se lo diga.
Hay diferencias entre la excelencia y la perfección. Miriam Adderholdt, instructora de psicología y autora de Perfeccionismo: ¿Qué hay de malo en ser demasiado bueno?, indica que la primera involucra disfrutar de lo que se hace, sentirse bien con lo que se aprende y desarrollar confianza. “La perfección es sentirse mal por un 98/100 y encontrar errores siempre, no importa lo bien que se haya actuado. Un niño tiene ocho Aes y una B. Con que el padre levante la ceja, el chico capta el mensaje”.
Y el punto más bajo del perfeccionismo es que hace que la persona oculte sus errores. “Esa estrategia hace que no pueda tener retroalimentación que le enseñe el valor de equivocarse y afirme su autoestima, y que no tenga manera de contrarrestar la creencia de que el valor propio depende de una actuación perfecta”. La persona eventualmente se verá obligada a evitar situaciones en las que pueda cometer errores, y se ve a menudo en deportistas que alcanzan un buen nivel y luego abandonan completamente.
Rebelión e intervención
¿Pueden los chicos rebelarse contra estos mensajes? Es difícil. León opina que “un hijo perfeccionista está buscando continuamente la aprobación de sus padres o de sus maestros. Es inseguro y se siente vulnerable ante situaciones nuevas, no puede tomar una decisión por sí mismo, ya que en todo se le dice qué hacer”.
Pero al llegar a la adolescencia, es posible que se sienta cansado de intentar y nunca lograr lo que los padres esperan (porque para los padres perfeccionistas no hay límites); “entonces ahí sí se rebela, dejando de estudiar, volviéndose conformista o demostrándolo a través de problemas en la conducta”.
Al llegar el momento de la rebelión, los padres necesitarán ayuda. Sí, ellos antes que el chico rebelde, “pues las actitudes de frustración, poca tolerancia, ansiedad y tristeza son producto de la demanda de perfección diaria tanto en actividades cotidianas como académicas”. Luego, continúa la psicopedagoga, se conversará con el hijo, “insistiendo en que equivocarse es parte de la vida y de los aprendizajes que adquirimos; sin embargo, es importante hacerlo cuando el chico esté tranquilo, no cuando esté atravesando una crisis de frustración o ansiedad”. (D. V.) (F)