Desembarco en Genovesa: El ayer, el hoy y el aquí
“Estamos para lo que observamos, sin importar el pasado, o especular sobre el futuro. Percibimos la realidad del instante: si el palo santo ha florecido, si su olor invade los campos, si el piquero patas rojas ya puso el huevo en su nido”
Isla Genovesa, un viernes por la mañana, principios de diciembre, año 2013, como hace diez años, como hace veinte. Siento idéntica nostalgia que cuando se visita a un viejo amigo, a quien se ha querido mucho y no se ha visto en años.
No he pisado El Barranco en aproximadamente un lustro y, sin embargo, automáticamente, vuelve a mi memoria el conocimiento de cada planta, animal, roca, como si no hubiera pasado un solo día desde mi última visita.
Antes de desembarcar, y sin pensarlo, como por reflejo o instinto, inspecciono la cueva de los lobos de dos pelos. Y allí están, tal vez los mismos, tal vez una nueva generación, apretujados en las grietas para evitar la luz del sol, panza arriba o de espalda, pero al fin y al cabo, en el lugar de toda la vida.
Los pájaros tropicales sobrevuelan el anillo de la caldera de la gran bahía Darwin, empeñados en buscar sus nidos en las paredes del acantilado. Dan vueltas hasta que finalmente de tanto intentar y errar entre las rocas logran reconocer su diminuto agujero–hogar.
Una vez arriba de las escalinatas del príncipe Felipe predominan los piqueros de Nazca, dispersos en el camino y ocupados en diferentes menesteres: en cortejo, alimentando a sus pequeños, polluelos solitarios a la espera de los padres. Exponen su ciclo de vida ante nuestros ojos, con comportamientos extraños que nunca han dejado de intrigarme. Recordé entonces cómo en este mismo sendero, en 1993, observamos un piquero de Nazca cuidando amorosamente a un polluelo de fragata; se había convertido en su padre adoptivo.
Cada semana era testigo de esta relación inusual y nunca antes reportaba, hasta que ya no hubo más polluelo, muerto seguramente de inanición. También aquí vivía El Loco, que impávido e igualmente devoto incubaba piedras en lugar de huevos. Recuerdo a Lelis, el piquero “ronco”, al que según mi amigo el doctor Machuca le costara aparearse, porque no podía silbarles a las hembras, hasta que apareciera en su camino (a decir del doctor Machuca) una piquera sorda.
Vuelvo a tomar por lechuza a la roca que me ha confundido, infaltable, desde el primer día: color cobrizo, vertical y a la distancia. Los petreles vuelan agitados, en círculos, así como la vida da vueltas, a veces se repite, o se reinventa, mientras los afectos quedan, permanecen. Esta es la misma Genovesa que me ha hecho feliz, como cada sendero del archipiélago encantado. Una salida a tierra, un buceo de superficie, y retorno renovada y contenta.
Medito en el origen de este efecto curativo de cualquier mal o dolencia, de cuerpo o espíritu. Cindy Manning me da la respuesta: “La magia de los caminos de Galápagos es que al recorrerlos vivimos únicamente el momento presente”.
Estamos para lo que observamos, sin importar el pasado, o especular sobre el futuro. Percibimos la realidad del instante: si el palo santo ha florecido, si su olor invade los campos, si el piquero patas rojas ya puso el huevo en su nido. El aquí y el ahora, que es la clave de la felicidad verdadera.
Y que ese sea mi deseo para el año que empieza: disfrutemos del momento presente, del entorno y las sutilezas del “aquí”, de los afectos de hoy; el ayer ya no importa y el mañana aún no llega.