Naufragio inesperado: El valor de amar
“En esas circunstancias, ¿qué valor tiene lo material? Lo único que sirve es lo que sentimos, lo que vivimos, lo que dejamos en el corazón de los demás”.
Esta es la historia de Vanessa Gallo, pero podría bien ser la historia de cualquiera de nosotros, que pensamos que los días y el tiempo nos pertenecen para siempre, cuando cada ser sobre esta tierra es de naturaleza impermanente.
Vanessa dormía tranquilamente a las cuatro de la mañana en un barco pequeño de Galápagos, en su ultimo día de embarque. Tenía a su cargo un grupo de dieciséis pasajeros de nacionalidad norteamericana y de entre sesenta y setenta años de edad. La despertó el sonido inconfundible de las rocas arañando el casco, y raudamente subió al puente de mando, al momento en que definitivamente encallaban sobre un bajo.
Los generadores colapsaron de inmediato, pero Vanessa, con años de experiencia como guía naturalista de Galápagos y como mujer con alto sentido de responsabilidad, ya tenía los zapatos puestos y celular y radio VHF en mano. El celular era su fuente de luz. Pocos minutos después las olas se llevaban los ventanales de estribor, el agua empezaba a inundar áreas del barco, mientras ella buscaba bengalas y botiquín. El capitán ya había presionado el botón de alarma, alertando a la Capitanía de Puerto sobre el accidente, lugar y embarcación.
Vanessa se encargó de sus pasajeros, de hacerlos salir en orden a la cubierta de sol, con chalecos puestos y convenciéndolos de salvar únicamente sus documentos. Se comunicaba por radio con otras embarcaciones de turismo (Silver Seas y Letty y Tip Top III) y con la guardacostas de la isla Marchena, que llegaron al rescate, mientras el barco seguía estremeciéndose en un mar violento que arremetía contra todo. Vanessa se había cortado la pierna en el primer impacto y luego sería arrastrada por toda la proa junto con los últimos pasajeros que esperaban ser evacuados; se dañó la cadera y la rodilla derecha.
Transcurrió aproximadamente una hora desde el accidente hasta que empezara la labor de rescate. En cierto momento Vanessa se pudo sentar con sus pasajeros, en la escalera del solárium, y meditar sobre lo que estaba ocurriendo.
La noche no tenía luna. La tripulación se hallaba atareada en poner orden, mientras esperaba que las Zodiacs del Silver Seas junto con los guardacostas indicaran que empezaba la evacuación; el Letty se encargaría de alumbrar con sus reflectores. Allí pensó en sus seres queridos, en cómo en un minuto algo inesperado tenía el potencial de transformar la vida de muchos. Pensó en su hijo, Luke.
¿Qué debía rescatar del naufragio? Al mar lanzó su computadora, su cámara. En esas circunstancias, ¿qué valor tiene lo material? Lo único que sirve es lo que sentimos, lo que vivimos, lo que dejamos en el corazón de los demás.
Y un naufragio nos puede sorprender a cualquiera de nosotros, en cualquier instante; hay que estar listos, con las cosas que importan al día, con las palabras de amor bien dichas a los que amamos, con los minutos de buen tiempo compartido con nuestros seres queridos, sin mezquindades de espíritu.
Vanessa y sus pasajeros fueron rescatados, al igual que cada tripulante. En cierta manera la historia tuvo un final feliz. Pero no pensemos en el final, pensemos en el principio, que es el ahora, en ahora dar y en ahora decir cuánto amamos a los que amamos y cuánto gozamos y celebramos cada instante compartido. Que lleguen tempestades, las más cruentas, pero lo vivido y amado está vivido. Permítanme el espacio para repetir: te amo, papá; te amo, mamá; las amo, hermanas. (O)