Teoría de la Evolución: Darwin vs. Wallace
“Darwin percibió que aquel joven desconocido podría ganarle la primicia, proponer un tratado sobre aquella misma idea que lo había obsesionado por casi veinte años”.
Varios libros se han escrito sobre el oscuro misterio de la primicia de una idea. ¿A quién debemos reconocer como el creador del concepto de Evolución por selección natural? ¿Fue acaso Charles Darwin o el poco recordado Alfred Russell Wallace?
No intento clarificar un misterio que tal vez jamás sea descubierto. Pero quiero ratificar mi simpatía por Wallace, porque a mi parecer, la historia ha sido injusta con su figura (siempre se nos cuenta desde la perspectiva de los triunfadores).
En este caso el hombre influyente, de la alta sociedad británica, con excelentes relaciones con los más afamados pensadores de su tiempo era Charles Darwin. Alfred Wallace era autodidacta, impulsado por una tenacidad titánica, de curiosidad insaciable. No tuvo recursos, ni siquiera para terminar la secundaria y desde los 14 años se vio obligado a trabajar. Sin embargo, nada se interpuso en su camino, él quería entender cómo funcionaba el mundo. Para financiar su sueño de explorador ofreció sus servicios a un coleccionista de Londres. A él le enviaría animales disecados de la Amazonía. Cuatro años estuvo en el corazón del bosque húmedo tropical más grande del mundo, con tan mala suerte que al regresar a Inglaterra, el barco en que navegaba, Helen, naufragó.
Optimista empedernido, dieciocho meses más tarde estaba en una segunda misión, ahora con el apoyo de la Sociedad Geográfica de Londres, rumbo al archipiélago de Malasia (hoy Singapur, Malasia e Indonesia). Ocho años vivió entre isla e isla, colectando especies que jamás se habían visto, cuestionándose el origen de la vida.
Darwin para entonces era un conocido autor, de gran influencia en la sociedad científica inglesa. A él le confiaría Wallace una primera carta, donde sugiere que el aislamiento geográfico juega un papel importante en la “creación” de nuevas especies.
Darwin percibió que aquel joven desconocido podría ganarle la primicia, proponer un tratado sobre aquella misma idea que lo había obsesionado por casi veinte años. Aun así, no se decidió a plasmar su teoría, y fue solo cuando recibiera un tercer ensayo de Wallace, que Darwin apresuró su publicación.
No se sabe con exactitud cuánto tiempo transcurrió entre el momento en que el último manuscrito de Wallace llegara a las manos de Darwin hasta la lectura en conjunto del trabajo de ambos. La carta en cuestión ha desaparecido misteriosamente.
Mientras Darwin y sus científicos amigos Charles Lyell y Joseph Hooker veían la manera de ayudarlo para que no perdiera la primacía, Wallace seguía colectando pájaros y mariposas en Nueva Guinea, ajeno a lo que ocurría en su país. Y sin que él se enterara, Darwin y sus colegas deciden leer al mismo tiempo el manuscrito enviado por Wallace junto con el esbozo apresurado de Darwin, en la Sociedad Linnean, en julio 1 de 1858.
No hay cómo negar que Darwin tuviera el soporte de veinte años de investigación, dedicado a resolver el origen de la vida. Pero a veces hace falta un pequeño impulso de lucidez, una frase, y a lo mejor eso es lo que Darwin obtuvo del trabajo de Wallace.
Nunca lo sabremos. Sin embargo, yo quiero reivindicar a Wallace, que por no pertenecer a los círculos de poder fue finalmente olvidado. Claro que su vida dio varios vuelcos contradictorios: se convirtió en espiritualista, socialista, fue además enemigo apasionado de la vacunación, apoyó el sufragio de las mujeres. Vivió atraído por ideas poco convencionales, circunstancias que lo hacen más interesante.