Mi viaje a Europa
Le había prometido a mi hija Arianna que formaríamos parte de París 2012, un grupo de estudiantes que guiados por María Leonor Reyes visitan Europa en invierno. Me pareció genial unirme en parte como chaperona y, por otro lado, como estudiante. Éramos 29 chicos más 3 chaperonas.
Volamos a París y nos hospedamos en el Fiap Jean Monnet, una residencia para estudiantes. Durante un mes fue nuestra casa. Desayunábamos todos los días croissants de chocolate o sencillos, pan francés, compota de manzana con frutas y yogur, cornflakes con leche, mantequilla, mermeladas o nutella para untar el pan, jugo y café. Este es el típico desayuno francés, porque –según el decir de los mismos franceses– el desayuno americano es con huevos, jamón o tocino.
A las nueve de la mañana, los chicos entraban a sus clases de francés hasta las doce del día. Las chaperonas podíamos turistear por París. Nos movilizábamos en metro y recorríamos las tiendas y vitrinas caminando por toda la ciudad. Qué maravilla de lugar, qué privilegio poder hacerlo sin apuro mirando extasiada todo lo que esta ciudad ofrece.
Qué gran clase en vivo de la vida parisina. Todo el mundo camina, muchos con el pan francés bajo el brazo, apurados suben y bajan las escaleras de los metros, y mientras estos trenes recorren la ciudad, algunos por debajo otros por encima, nos ofrecían las vistas de la Torre Eiffel (nunca me cansaré de mirarla, es imponente), el río Sena, Montmartre, los puentes sobre el Sena (son 25), La Defense (que es la parte moderna de París), La Madeleine, Les Invalides, el Arco del Triunfo, en fin, por donde mirara encontraba historia, bella geografía y comida. Qué pena no poder hablar francés fluido, entendía muchas cosas, pero otras nada de nada y sonreía. “No comprond, merci beaucoup” (no entiendo, muchas gracias).
Regresábamos a la una al Fiap para almorzar. “Oh! la la” (dicen los franceses a cada rato). He comido las legumbres más diversas preparadas de formas maravillosas. Entonces en mi interior agradecía mucho a mi mamá por haberme enseñado a comerlas. ¡Qué delicia! Eso sí muy poco arroz, en su lugar ofrecían quinua, sémola, bulgur o trigo y siempre deliciosos postres. Por supuesto, para los estudiantes democráticamente también había hamburguesas, papas fritas, pizza o pastas, que muy pocas veces comí. (Por eso los franceses se mantienen tan bien, comen frutas y legumbres y caminan todo el día). Luego descansábamos un rato para vernos a las tres de la tarde.
A esa hora me tocaba asumir el rol de chaperona roja –ese era el color que me identificaba– y tenía que preocuparme porque ninguno de mis chicos asignados saliera sin bufanda, gorro y guantes, además de que estuvieran siempre bajo mi cuidado.
Como grupo nos movíamos a todas partes. Visitamos primero el Arco del Triunfo en una tarde fría y con un viento helado, subimos los 284 escalones hasta el mirador y nos maravillamos de ver esta estrella en el centro de la ciudad con los campos Elíseos al frente y los cientos de monumentos a su alrededor. Teníamos tiempo de visitarlos uno a uno y salir a caminar en cada punto de la ciudad para vivir cada tarde una experiencia diferente.
Fue un viaje memorable.
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