Amazonía peruana: Paraíso siempre verde
Me encuentro en la confluencia del Marañón, río blanco, con el Pucate-Yanayacu, río negro. Llevo cinco semanas en la Amazonía peruana, y mis ánimos han fluctuado desde un completo éxtasis ante el misterio de la vida a una desesperación profunda ante este esmeralda agobiante.
Han sido el cielo y el infierno juntos. Calores intensos, humedad asfixiante, bichos de formas, colores y tamaños inimaginables (a veces, intolerables); luego aguas calmas, los sonidos cautos, melodiosos de la selva, la sonrisa sincera de una niña ribereña, delfines rosados.
Al pie de mi bote los veo pasar; en el Perú los llaman bufeos colorados. Un macho lleva una ramita en la trompa. ¿Será que juega? No debería sorprenderme, son criaturas inteligentes. Levanta el madero muy en alto sobre el agua y bate contra la superficie. Esto es más que entretenimiento. Tal vez una señal de cortejo, como me lo confirman luego los guías nativos de la zona.
Visito los Ríos del Sol, tributarios del Amazonas. Recorro tierras que por casi la mitad del año están sumergidas bajo agua, donde por unos meses el jaguar es el principal depredador, y por otros el lobo (nutria) de río. Los peces se alimentan de frutas y semillas, hay unos que saltan del agua para ovar sobre las hojas, y cuando baja el nivel de los ríos simplemente caminan de poza en poza, como el bagre carichama, o poseen un tipo rudimentario de pulmón para respirar aire, como el paiche que desde hace 100 millones de años habita en nuestro planeta.
Es un mundo extraño. No me esperaba que los peces brincaran a cazar escarabajos, que los excrementos de manatíes fertilizaran los suelos donde luego crece el cacao.
El color de las aguas de los tributarios nos habla de su origen. Si corren blancas, cargadas de sedimentos, vienen de los Andes. Si son negras, por altas cantidades de taninos, se trata de ríos que erosionan las tierras empobrecidas de esta cuenca que pasa los quince millones de años de edad, y si son aguas claras, comienzan en los escudos antiguos, graníticos y metamórficos, que conforman lo más viejo de América del Sur: el escudo de Guayana, al norte, y el de Brasil, al sur.
No tengo la intención de aprenderme los nombres de las plantas, de los bichos. Para empezar hablamos de 40.000 especies de flora descrita, 2,5 millones de insectos, y cientos de mamíferos, aves, reptiles y anfibios. Me propongo entender sus interrelaciones, cómo la vida en nuestro planeta es una serie increíble de coincidencias, una competencia entre herbívoros y plantas, entre presa y depredador, que ha resultado en la extraordinaria diversidad que sobrecoge en la Amazonía, donde llega a su máxima expresión.
Fauna y flora, un solo sistema
Porque si el higo es higo, es por la avispa que lo poliniza, y si la avispa es avispa, es gracias al higo, y existen 700 especies de higo, por tanto, de avispas del higo. Que si los tapires subsisten es por la Cecropia y plantas pioneras, y es gracias a los tapires, que se las comen, que otros árboles tienen luego la posibilidad de crecer y prosperar. Que si las flores son rojas es por los colibríes, y si los picos de los colibríes son de tal forma es por el capricho de las flores que polinizan. Que si el lirio amazónico gigante cambia de color durante la noche es porque un escarabajo ha sucumbido a sus encantos: tonalidad blanca, aroma, calidez. Una vez que el escarabajo, atrapado en la flor, se empapa de polen, esta se abre, rosada, fría e inodora, para que el insecto busque un nuevo lirio blanco al cual fecundará.
Y los humanos encajan. Yo voy cubierta de guantes, botas, vacunada contra la fiebre amarilla, habiéndome bañado en repelente. Unos niños de la selva me alcanzan, desnudos, descalzos. Ellos comen los peces de estas vertientes, conocen las funciones de las hierbas que los curan, los hacen soñar.
El agua los conecta, los desconecta, los inunda, les da suelos fértiles y se los quita. Camino por Varzea, es decir, valles inundables a lo largo de ríos blancos. El 8% de la Amazonía es bosque inundable. Los humanos que lo habitan saben que el cauce podrá llegar a sus casas, entonces, dejan listas las bases para trepar los bienes a un segundo piso, o para simplemente cargar pertenencias al hombro, y adentrarse en Terra Firme, que puede ser incluso a kilómetros de sus hogares originales, como al rio se le antoje. Y cuando bajan las aguas, a lo mejor ya no hallarán vertiente, o será un lago, una quebrada seca, nunca se sabe. Pero la tierra se habrá beneficiado con sedimentos, ricos en minerales, y de la biología de bichos acuáticos que la convirtieron en sus dominios.
Gente ribereña
No esperaba encontrar tantos poblados. La selva inexplorada y completamente virgen de mis ilusiones románticas no es tal. El hombre habita esta cuenca desde aproximadamente diez mil años; se estima que a la llegada de los europeos había siete millones de habitantes (hoy la población total llega al millón), y grandes ciudades prosperaban en medio de la selva, habiendo encontrado técnicas para fertilizar los suelos pobres, los que no se inundan.
Los pueblos que visito se autodenominan “ribereños”; son mestizos, como yo soy mestiza; un cúmulo de etnias y costumbres con algo en común: la cultura del bosque húmedo, de cómo entenderlo y aprovechar sus ciclos, sus bondades, vivir con sus inclemencias.
Tampoco es la imagen estilo Avatar de seres que jamás dañarían un árbol ni comerían un animal. Vivir en la Amazonía no es fácil, y sus recursos son aprovechados al máximo, de eso no cabe duda.
El punto es lograr el equilibrio. El impacto de una comunidad pequeña, así cultive a través de la técnica ancestral de corte y quema, es mínimo. La selva se autorregenera en treinta años, si se trata de una diminuta parcela. Pero cuando hablamos de que cada minuto se tala el equivalente a veinte canchas de fútbol, el bosque nunca alcanzará a recuperarse. Dos tercios de lo que se ha perdido de Amazonía (y se ha perdido ya el 17%), ha sido dedicado a pastos para ganadería a gran escala.
He leído que si aprovecháramos de manera sustentable los productos amazónicos, que hay palmeras como el “aguaje” (Mauritia flexuosa), que da hasta 10.000 frutas por año (Humboldt la llamaría “el árbol de la vida”), o a través de la extracción maderera sostenible y selectiva, o de látex, la Amazonía podría generar hasta 5 trillones de dólares al año.
Es tan vasta, 40% del territorio del continente que habito, la compartimos nueve países en vías de desarrollo. ¿Podremos mantenerla tal cual, con sus guacamayos, ratas arbóreas, monos aulladores, anacondas, tarántulas, caobas, árboles?
Historias que no mueren
Me viene a la memoria Chico Mendes, asesinado en 1988 por luchar por el derecho de los Serengeiros a una vida sostenible en la selva brasileña.
¿Cuántas otras historias guarda el bosque? Leo sobre Orellana, La Condamine, el coronel británico Fawcett que desapareciera misteriosamente buscando “la ciudad perdida de Z”, Michael Heckenberger, quien encontrara evidencias arqueológicas de las grandes ciudades Kuikuro de fortalezas circulares de 1.200 aD. Las historias me conectan a esta tierra que ha sido habitada, visitada, explorada y maltratada. Con los relatos humanos la siento cerca, ¿a ella, a él? ¿Al río Amazonas, a la tierra amazónica?
Me advierto impotente ante su verdor y riesgos inminentes. Ignorante ante la vastedad de riquezas culturales que jamás conoceré, y sobre todo, de su riqueza natural.
Navego el río Dorado en la noche, en busca de caimanes. Brillan las estrellas. Es un estrecho cauce entre árboles gigantes, por tanto en el cielo también, un canal entre las estrellas. Difícil reconocer las constelaciones por la porción limitada de espacio. Atrás del bosque, a ambos lados del caño, tintinean estrellas intensas, ¿será Canopos? ¿Sirius? Son brillantísimas, e impaciente espero que el canal se ensanche para alcanzar a reconocerlas.
Llegamos finalmente al río Ucayali, con cientos de metros entre orilla y orilla. ¡No habían sido estrellas del cielo las que me estaban confundiendo, eran luciérnagas del bosque tropical húmedo más grande y biodiverso del planeta!