Cambios en La Candelaria
Este centro histórico colombiano se distingue por contener en su espacio un significativo patrimonio arquitectónico y cultural.
Era un sábado ventoso en el barrio de La Candelaria en Bogotá, y la Plaza de Bolívar estaba atestada. Trovadores, juglares y vendedores de globos, piñas y jugos de frutas del Amazonas competían por la atención de los turistas. Indígenas andinos entrecanos paseaban a niños sobre llamas. Los peregrinos se reunían en la Catedral de Bogotá, una elevada estructura gótica que contiene los restos del fundador de la ciudad en el siglo XVI, el conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada. Al lado de una estatua del libertador sudamericano Simón Bolívar, un comediante tatuado mantenía a un público extasiado.
La escena era dramáticamente diferente a la última vez que estuve aquí, hace cinco años, cuando la insurgencia más antigua del hemisferio causaba estragos.
En ese entonces, la plaza, casi vacía de turistas, estaba dominada por una tienda levantada por el padre de un soldado mantenido cautivo por siete años por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, las FARC. El padre había pasado los dos meses anteriores recorriendo el país, envuelto simbólicamente en cadenas, para reunir apoyo para un fin negociado de la guerra.
Colombia, bajo su presidente anterior, Álvaro Uribe, eligió combatir, y la estrategia ha rendido frutos. Desde mi última visita, la insurgencia ha perdido fuerza. Las FARC liberaron a sus últimos rehenes policiacos y militares en abril, y se han mantenido conversaciones de paz entre el gobierno y las FARC.
Ahora, Bogotá, una metrópoli a 2.650 metros sobre el nivel del mar alguna vez sacudida por la delincuencia y plagada por ataques guerrilleros esporádicos, e importante punto de distribución para el entonces floreciente tráfico de cocaína del país, ha surgido como una capital cultural. La Candelaria, una zona centenaria de casas de uno y dos pisos restauradas y pintadas de color pastel y calles adoquinadas, está en el centro del renacimiento turístico de Bogotá, y de Colombia.
Descubrí La Candelaria a mediados de los años 90 cuando estaba basado en Buenos Aires como jefe de la oficina sudamericana de Newsweek. En ese entonces, albergaba a muchos corresponsales de guerra independientes, atraídos por las rentas baratas y el escalofrío del peligro que conlleva vivir a orillas de una zona de combate. (La violencia no ha remitido: En mayo del 2012, en Bogotá, un asaltante arrojó una bomba contra un ex ministro de gobierno, matando a su chofer y a un guardaespaldas y lesionando a por lo menos 39 personas más).
Esos periodistas típicamente vivían en departamentos con techos elevados, gruesos muros de piedra y patios encantadores. Entre sus visitas al campo arruinado por el conflicto, participaban en la vigorosa vida social de La Candelaria. Las fiestas a las que asistí durante esa era a menudo duraban toda la noche, y con no poca frecuencia circulaba la misma sustancia ilícita que estaba avivando el conflicto. Más de una vez vi al anfitrión de una de estas reuniones sacar un puñado de cocaína.
Nueva cara
Hoy, La Candelaria es más cumplidora de la ley y elegante, con nuevos restaurantes, hoteles, cafeterías y galerías de arte entremezclados con las casas antiguas y los bares destartalados. Las casas anteriormente deterioradas han sido brillantemente repintadas. La fachada neoclásica del Teatro de Cristóbal Colón, el teatro de ópera nacional diseñado por el arquitecto italiano Pietro Cantini e inaugurado en 1892, fue sometido a importantes renovaciones hace dos años.
Quizá la adición reciente más impresionante del barrio es el Museo de Botero, que abrió en una hermosa villa en el 2000 después de que el artista figurativo Fernando Botero, originario de Medellín, donara 208 obras, incluidas 123 propias y 85 de pintores internacionales, a la colección de arte del Banco de la República.
La vida nocturna, aunque no tan animada como la de la más moderna Zona Rosa, más al norte, atrae a personas de toda Bogotá. Estudiantes universitarios beben hasta el fondo vasos de chicha.
Alguna vez despreciada como la bebida de los “indios”, la chicha se ha vuelto cada vez más popular en Colombia. Restaurantes nuevos, que sirven cocina argentina, francesa, española y colombiana, atraen a multitudes toda la semana.
Sin embargo, pese a la inundación de turistas y todas las actividades culturales, gran parte de La Candelaria se siente aún como un pueblo hermético. “Me gusta el ambiente de aldea antigua, la arquitectura y los techos de teja estilo español”, dijo Roberto Franco, un autor e historiador que durante años vivió en una casa color pastel que se remonta a la Colombia gobernada por los españoles.
Datos
La Candelaria fue fundada por el conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada en 1530.
Algo de historia
Los orígenes de La Candelaria se remontan a la década de 1530, cuando Gonzalo Jiménez de Quesada, un aventurero andaluz, que algunos creen fue el modelo para el Don Quijote de Cervantes, exploró el bosque tropical amazónico y la alta cordillera, perdiendo a casi todos sus hombres antes de llegar a una alta meseta poblada por indígenas muisca. Gonzalo Jiménez llamó a su nueva posesión la Nueva Ciudad de Granada, que posteriormente fue cambiada por Santa Fe de Bogotá, y finalmente por solo Bogotá.
En el siguiente siglo, los colonialistas españoles diseñaron su ciudad en un patrón de enrejado que permanece en gran medida intacto. Las calles ascienden hacia las verdes montañas, Guadalupe y Monserrate, ambas sitios de peregrinaje católico. Conforme Bogotá se extendía hacia el norte, la ciudad original se volvió meramente un barrio, y se le quedó el nombre de La Candelaria, tomado de una de las primeras iglesias en Bogotá, Nuestra Señora de las Caldas.
Una sensación de historia permea a La Candelaria. Después de un ascenso de horas por el barrio, llegué a La Puerta Falsa, una panadería y restaurante que abrió en 1816, en la cúspide de la turbulencia de Colombia. El diminuto establecimiento tiene muros de adobe y vigas de madera.
A la vuelta de la esquina están algunos de los principales puntos de referencia de la Colombia de principios del siglo XIX, cuando la colonia española bullía de espíritu revolucionario. Aquí está el Teatro de Cristóbal Colón, y a su lado uno de mis hoteles favoritos en Latinoamérica: el Hotel de la Ópera, creado en un par de casas del siglo XIX alguna vez usadas por los guardaespaldas de Simón Bolívar.